martes, 22 de octubre de 2013

La metáfora del principio y del fin.


Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.



viernes, 26 de julio de 2013

Siete de febrero, de 2013.



-Dime algo que aún no sepa de ti, le preguntó el marido.
-Nunca te he dicho que experimento un placer muy intenso, casi como un orgasmo, cuando los rayos del sol acarician mi nuca.

El marido sonrió y se acercó a la mujer; le apartó su larga melena y dejó al descubierto el esbelto cuello, moteado de lunares, desnudo y blanco. La besó allá donde el sol la besaba, y ella sintió estremecer todo su cuerpo.

-Nunca me habías dicho eso, de saberlo hubiera secuestrado al sol, le amputaría unos cuantos rayos, y los guardaría en un cofre para ti.
-Y al abrirlo esparciría todos los males de la tierra.
-Sí, excepto la esperanza, rió el marido.

La mujer se levantó y fue a por el regalo que había guardado celosamente en el armario. Aún estaba desnuda, llevaban tantos días en la cama, que no sabían qué hora era, ni recordaban si habían hecho el amor por la noche o por la mañana.

El marido la esperaba en la cama, expectante. Abrió el regalo y sonrió a la mujer.
-¿Dónde están mis rayos de sol? Preguntó ella.

Él señaló su entrepierna y rió a carcajadas al ver la cara de la mujer, que parecía enfadada.
-¿No tienes un regalo para mí? ¿Es que has olvidado qué día es hoy?
-Es siete de febrero, de 2013.
-¿Y bien? ¿Dónde está el sol?
-Se ha ido hace un momento.
-Creo que lo sabe.
-¿Qué sabe?
-Que yo no soy tu mujer.



martes, 9 de julio de 2013

Besos de sangre aguada.



Agosto, cuarenta grados. El niño se enfundó las gafas de buceo y el flotador, y se dispuso a saltar a la piscina, pero erró el salto y se abrió la cabeza contra el filo de piedra blanca. El agua se tiñó de sangre y los padres gritaron al cielo. Siete horas más tarde, el niño estaba muerto.
Ese día los padres almorzaron en el hospital, aquel siete de agosto había espaguettis con tomate, y el recuerdo de los sesos reventados de su pequeño hijo, les quitó el apetito. Aquella noche no hicieron el amor, ni se miraron, ni tampoco hablaron nada. Las horas pasaban muy lentas, y el insomnio les acompañaba a ambos, inseparable, como el hedor de las entrañas del infierno.
Algún día habría que decir algo. El primero fue él, quien no soportaba verla inmóvil, llorando en el sofá; se acercó y la besó, y cuando ella quiso apartarse, él la abofeteó; llevaban una semana sin hablarse, y él la llamó, gritó su nombre, pero ella no escuchó nada, tan solo el sonido de cuando algo desgarra la piel del agua cristalina.
Podría haber sido de mil maneras: un enchufe colocado a una altura demasiado baja, un conductor de autobús algo despistado en un paso de cebra, un bote de pastillas para adultos, olvidadas al alcance de un niño... pero el pequeño se abrió la cabeza ante los ojos de sus padres; sus gafas de bucear fue lo último que vieron, y sus pupilas verdes inundarse de sangre aguada.


-No te soporto, no quiero verte, ¿por qué no le vigilaste?
-Estaba en el mismo sitio que tu. Te daba un beso, ¿o es que ya no te acuerdas? Me dijiste: “hace mucho que no me das un beso”; entonces yo te besé, pero tu dijiste: “no, así no, lo quiero como los de antes”; “¿antes de qué?”, te pregunté yo; y tu me contestaste: “antes de madurar, de ser padres”. Entonces yo te besé exactamente de la misma forma en que lo hacía cuando tenías veinte años, el pelo largo hasta la cintura, las mejillas siempre rojas y lágrimas en las despedidas.
-Con tu beso lo mataste.
-Entonces tu me pediste que lo hiciera.
-Quizá no debió haber nacido.
-Quizá no debimos conocernos.

Aquella noche él se fue para siempre, y la dejó sola, y ella se mutiló el alma, se arrancó los ojos y la lengua con manos temblorosas, y en su íntimo lecho juró no volver a ser besada nunca.


lunes, 13 de mayo de 2013

Sentidos que siento sentir.



Aquella mañana, íbamos hacia la estación, cogidos de las manos. No nos miramos por miedo a desgarrarnos los ojos y a derramar las lágrimas que tan dolorosamente dejaría caer luego. Aquellas caricias, serían las últimas que percibiría mi cuerpo. 

El cielo estaba nublado, y entonces comprendí que el negro no es el color más triste, sino el gris, pues nunca será tan oscuro y admirado. El tren llegó a una velocidad inhumana, violenta que nos separó al instante. Sentí tus últimas palabras como suspiros, que mis oídos condensaron en un te quiero dolorosamente cierto; y tu beso efímero me dolió en el alma, al igual que tus caricias, fundidas en el olor que tu cuello desprendía, para unirse con el viento y la lluvia que la horrorosa mañana preludiaba. No nos dijimos nada más, ni un simple adiós: ya nunca volveríamos a vernos.

Te fuiste muy rápido, con el viento, y yo deseé que lloviera, para que las nubes llorasen por nosotros. En el tren, una asquerosa pareja se abrazaba, de esas que están a la moda y no duran juntos ni medio lustro. Yo te quise desde que tenía conciencia del tiempo, y te querré incluso cuando deje de respirar: me temo que te amaré hasta que me lo prohíbas.

Sentí arcadas, dolor entre los ojos, y ganas de arrojarlos a ambos a las vías del tren, pero no les daría la satisfacción de morir juntos, la arrojaría a ella, porque los hombres hacen menos ruido al llorar.

Debería estar prohibido que la gente se besase en la calle, pero no para nosotros. Ante mi imposibilidad de asesinato, quise arrancarme los ojos, uno tras otro, y tirarlos a sus pies, junto a todo el odio que sentía.

Dicen que amamos con los sentidos; yo te amo con mis entrañas, con cada vena y cada poro, con la humedad de mi sexo y con la ingenuidad de mi mente, con toda el alma, y cuando te fuiste te llevaste mis entrañas, y de mí ya no queda nada. Quererte duele tanto como un día gris en el que no llueve, como si el tedioso final no llegara nunca.


martes, 16 de abril de 2013

Océanos de arena.




Aquella noche fría, espeluznantemente macabra, caminaba por un mar de arena, que terminaba violentamente en un mar de agua. Todo era de un tono más oscuro al habitual, al real, todo era frío y siniestro, escandalosamente inhumano, y preludiaba las más terribles pesadillas.
Atravesé las montañas de fina arena, reloj desmesurado y desorbitado, que aún así me indicaba que no había tiempo, que pretendía tragarse mis pies y hacía mis pasos aún más lentos, como en los sueños.
Ya visualizaba la orilla, aquel horrible paso entre la vida y la muerte, entre la realidad y el sueño que transformaba la materia en nada, que tragaba las piedras y las perdía para siempre en la inmensidad de lo que llamamos mar.
Llovía en forma de aguja, y cada gota era un suplicio, una tortura por los pasos mal dados, por las decisiones tomadas; las nubes proyectaban dolorosos surcos de luz en mi cara, ensombrecida por el miedo a no llegar nunca, y el calvario se hacía cada vez más pesado, como si mi cuerpo estuviese compuesto de acero, y no de sangre.
A lo lejos emergió el monstruo, sediento de vida humana, salió de las aguas como un destello y se tragó al pequeño fruto de mis entrañas, que yacía inmóvil en la tediosa orilla, esperando mi abrazo, que nunca llegaría.
El monstruo engullió sin placer, casi como una mera rutina, que se clavaba en mi sien y me inducía a ir hasta él. Entonces me arrojé al mar, para que el monstruo me tragase a mí también, para unirme con mi inocente criatura en sus negras y sucias entrañas.



miércoles, 20 de marzo de 2013

Escarificaciones.




La tarde permanecía tranquila, hasta que se cansó de estar serena. Yo nadaba en la piscina, y un destello en el cielo me hizo temblar, erizar mis vellos y todas las sensaciones que profetizan el caos más horrible. El cielo se enfureció con la tierra, como dos amantes que se odian con sus miradas y con lágrimas, el cielo hizo callar a la tierra, que no toleraba el agua.

La piscina se desbordó de sus límites azules, y se transformó en un mar frío, artificial, del que emergieron dos purpúreos pulpos paquidérmicos, con pausados pasos de patas puntiagudas, penetrantes, punzantes. Empezó a llover, tronar, granizar y nevar al mismo tiempo, y todas las inclemencias del tiempo hicieron imposible la huida. Algo desconocido, una fuerza oculta en la mente que nos conduce a la locura, me incitó a sumergirme en el agua, junto a los monstruos.


El frío invadió mis entrañas, y los pulmones se llenaron de aire caliente, pesado. El traje de baño me oprimía, pero era horriblemente placentero nadar con los pulpos, que pronto advirtieron mi presencia. Me abrazaron, desnudaron, amaron y descuartizaron la mente en un torbellino de sensaciones marítimamente deliciosas. Cuando terminó mi inconsciencia, huí del líquido amniótico de las pesadillas, ya el cielo se había calmado, otra vez. Seguro que la tierra se arrodilló arrepentida de sus actos y juró armonía, al menos por un tiempo.

Me sentí desnuda, bañada por el sol, el aire era muy violento de respirar; de entre mis pechos brotaron unas marcas africanas, a modo de escamas de cocodrilo, un río de sangre que recorría el epicentro de mis dos montañas blancas.


Acaricié mis heridas con terror, mi piel gritaba en silencio, el dolor se extendía cual cáncer ultrahumano y el tamaño de mis incisiones crecía en fracciones de segundos.

El calor aumentaba sobre mi piel, mojada y doliente; la excitación del cielo se hizo latente, atraído por las mentiras de la tierra fría, mojada, tierra que se pega siempre a los zapatos, a las uñas.

Aquella noche, soñé con África en Agosto: los nativos me abrieron el pecho para beber mi sangre blanca, mojada en la sal de las piscinas occidentales. Sal, guijarros y gusanos en mi pecho, abrieron mis heridas para vivir dentro de mí.


domingo, 24 de febrero de 2013

Formas únicas en el espacio (parte II)


El tiempo se consumía, como cuando las nubes se comen el azul del cielo, y la chica de ojos marrones miraba por la ventanilla del tren. 
El paisaje se le escapaba, como una pintura futurista, solo que ese incesante movimiento, a ella le inspiraba quietud, pues no era capaz de levantarse de su asiento. El día era gris y pesado, muy violento de respirar, y la chica estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por seguir existiendo en ese momento.
Al otro lado del vagón alguien se levantó, era una chica de ojos verdes, muy alta y bella. Ambas se miraron un instante y, sin saberlo, en ese momento algo se desgarró en sus miradas. Una fuerza cósmica, malvada, trazó con un movimiento de aguja sendos orificios en sus ojos, verdes y marrones, para así unirlos para siempre.
En el cielo, una nube cogió de la mano a otra, para que ellas no pudieran hacerlo y tan solo se dijeran: “hola”.