jueves, 13 de diciembre de 2012

Gula.


Dieric (Dirk) Bouts the Elder “Infierno” (Hell), 1450.

Son las ocho y Gula repta por el pasillo, cual bestia cebada en exceso, sorteando todo tipo de basuras en el frío suelo, avanzando hacia el templo griego de aluminio marmóreo que custodia el néctar y ambrosía de los mortales.
Solo que la nevera contenía restos humanos, banales alimentos primarios y demás porquerías.
Gula llevó a cabo el mayor esfuerzo del día, y alzó su brazo de globo elástico para coger lo que parecían los restos de una tarta. Abrió la boca cuanto pudo, y con sus manos de cuchara prehistórica, engulló el primer pedazo. Al estar sus papilas gustativas muertas, Gula no sintió placer al tragar, no fue consciente del color verde que empezaba a colonizar su pastel, y lo fue devorando todo hasta que desapareció, sin hacer caso a los gritos de sus entrañas.
No contento con eso, Gula decide, en un acto más físico que intelectual, coger más comida.
Después de vaciar el templo, Gula cae al suelo. Yacía sobre su propio vómito, alfombra de seda deshilachada cuando Belcebú aterrizó a su lado; aún inconsciente, lo sostuvo como pudo y ambos volaron hacia el infierno. No hizo falta mediar con Caronte.
Cuando Gula despertó, aún sentía hambre. Estaba atado a una plancha de hierro candente, y siete pequeños demonios traían bandejas de pululantes gusanos.
Abrieron su boca enorme, túnel maldito de vapores pestilentes y cebaron a Gula hasta la saciedad.
Ya no sentía hambre, sentía dolor; pero sus súplicas se enmudecían con los rugidos del Diablo y los gritos de los demás condenados y pecadores.
Cual puertas del infierno, el estómago de Gula se cerró, pero no contentos los demonios, siguieron llenando el pozo putrefacto, pestilente de las mayores pequeñeces y porquerías pesadas.
Gula sentía que explotaba, el dolor le consumía de tal manera, que ya gritar era en vano.
Allí, en el infierno, en las entrañas de la tierra, entre fuego y miedo, Gula sintió deshacer su enorme cuerpo en mil pedazos, de colores y texturas diferentes, acabando con el ciclo de sus actos, dando ejemplo a los demás condenados, cumpliendo con su castigo.
Junto al diablo, un cerdo sonríe mientras devora beicon, y los pequeños demonios se disponen a buscar nuevas almas pecadoras.

martes, 27 de noviembre de 2012

Sal.



Aquella tarde de otoño caminaba por la ciudad muerta, a las siete ya ha caído la noche y lleva rato intentando levantarse.
La calle espectral se estrechaba, y un puente como de circo sostenía a los mártires transeúntes que se arrastraban hacia sus destinos, dejando un rastro de sangre, de odio, de miedo.
El puente parecía temblar. Las máquinas metálicas, veloces llamadas coches, corrían debajo de nuestros pies. En la noche eran como luces fugaces, destellos de cometas, y demás astros banales.
Si hubiera alargado mi brazo, podría haber atrapado un cochecito rojo, lo habría agitado como a un salero, y hubiese derramado sobre mi boca a todos esos pequeños duendecillos llamados pilotos, y sentir cómo bajan granos de sal por mi garganta, sin apenas masticar. Pequeños cuerpos duros que se deshacen con los jugos gástricos de mis entrañas.
Podría haberlo hecho, pero no lo hice.
A lo lejos, en el otro extremo del puente, dos personajes unían sus cuerpos vestidos con estridentes colores circenses, rojo y azul, amarillo tal vez.
Sentí arcadas.
Sobre el puente colgante de la humanidad, sobre los coches fugaces que se condensaban en pequeños granos de algún asqueroso producto salado, empecé a vomitar sal.
La sal bullía de mi boca, como si de una fuente se tratase; volcán de lava blanca desorbitada y siniestra, desbordando los límites de lo grotesco.
La sal se acumulaba en el puente como la porquería de los circos sociales.
La sal efervescente de mi cuerpo salía a borbotones estrepitosos por mis orejas.
Había sal en mi boca, entre mis dientes, bajo mi lengua, la sal brotaba de los rincones más estrechos de mis oídos, en los conductos lacrimógenos de mis glóbulos oculares, llorar sal era tan sublime como contemplar un amanecer negro; sal en mis entrañas, en los riñones y en las venas, corriendo con mi sangre, si es que me quedaba algo de sangre; sal en mis pulmones, bajos mis uñas y entre los vellos de mis brazos; sal en mi vagina, condensada en una forma cúbica, fálica, violando mis sentidos y fluyendo por mis poros; sal en mi nariz, en mis huesos, entre mis dedos, sal, sal de mí.

martes, 20 de noviembre de 2012

Relato apoteósico.


Querido diario, me llamo Paloma y tengo siete años. Hoy es el gran día.
Llevo todo el curso enamorada de Iván. Nadie lo sabe, ni mis amigas, ni mi madre, ni mis muñecas.
Hoy es el último día de clase, mañana empieza el verano y nos dan las vacaciones. Iván y su familia se marchan a Japón, no volveré a verle, y por eso tengo que decirle que le quiero, para que se quede conmigo.
Si le digo que le quiero, no subirá al avión; nos cogeremos de la mano e iremos a bañarnos al lago.
Querido diario... deséame suerte.



Esa mañana, después de salir del colegio, Paloma tomó aire y fue hasta Iván, que por suerte estaba solo.
-Hola.
-Hola.
-Tengo que decirte una cosa.
-¿Qué es?
-Que te quiero.
-¿Y qué?
-Pues que ya no tienes que irte a japón, puedes quedarte conmigo, iremos al lago a nadar.
-No quiero quedarme contigo.

Iván se fue, dejando sola a Paloma. Los niños la miraban, pero eso no le importaba, no podía dejar de pensar en los ojos de Iván, verdes y fríos, y en sus labios al decir: no.
Congeló esa imagen en su cabeza, se le daba muy bien tomar fotografías mentales.
Esa tarde, Paloma salió sola, el día era tan cálido como los abrazos de su abuela.
Ella y su diario se sentaron en la hierba, que aún era de un verde primaveral.



Querido diario: le he dicho a Iván las tres palabras más bonitas que se le pueden decir a alguien.
También le he dicho que se quedase conmigo, y él me ha dicho simplemente: no.

Seguramente, ya nunca más tendré fuerzas para pronunciar estas inminentes palabras a alguien y volver sufrir la humillación de la total y absoluta soledad.
Mi cuerpo y mi mente crecerán, pero a ritmos diferentes, y yo dejaré las meriendas por las pastillas, para poder ponerme los vestidos estrechos.
Cuando crezca lo suficiente y los hombres me deseen, intentarán de mil maneras acostarse conmigo; yo por supuesto me negaré a darles tal satisfacción y monstruos me atacarán con su única garra detrás de cualquier bar de copas, porque yo estaré flotando en una nube de polvo rosa.
Inevitablemente, me quedaré embarazada, sin saber quien es el ser que sin permiso ni delicadeza germinó mis entrañas.
Mis padres antes de calmar mis angustias, intentarán olvidar lo sucedido presentándome al hijo de la vecina de la prima de mi abuela, alegando que es el hombre perfecto para mí pero, qué sabrán ellos de mi.
Querrán que nos casemos, que tenga sus hijos y que todos los domingos, después de ir a la Iglesia, prepare la cena, sumisa y devota.
Sin opción a elegir, saldré con ese hombre, y él me tratará como a una reina, me hará sentir por un momento el único ser con vida del planeta.
Hasta que un día, yo me tropezaré sobre su puño, sin más remedio que aprender a borrar mis heridas. Pero le perdonaré, pues fui yo en la condición de Eva la que provocó todos los males de la tierra.
Un día llegará a casa en estado alucinógeno, y de una paliza me dejará inconsciente.
A las pocas semanas, nacerá mi hija muerta, pero yo me alegraré por ella, tendrá la suerte de ir al cielo de los inocentes, de los ingenuos, de los buenos, sin pasar por el juicio de las almas.
Después de abandonar a mi Adán, mis padres dejarán de hablarme pues, según ellos, según el mundo y según su Dios, siempre hay que perdonar.
Sumida en la total depresión de la soledad, iré a buscar trabajo, seré la secretaria de algún político corrupto, y le llevaré el café a diario, con escote y una gran sonrisa.
Pero un día me desmayaré entre la multitud, y despertaré en el hospital más cercano con un pecho extirpado, ya nunca más volveré a mirarme en el espejo...

Por un momento, Paloma empieza a temblar.
El diario está lleno de jeroglíficos inexplicables, ni rastro de una sola palabra.
La noche empieza a caer despacio, como una bolsa atrapada en una corriente de aire.
Paloma se levanta, ha dejado sobre la hierba un surco humano, como una huella de vida.
Ya es hora de irse a casa, piensa. Con su diario en la mano, se acerca a cruzar la calle.
Recuerda que mamá siempre dice que hay que mirar antes de cruzar pero, para qué...



martes, 6 de noviembre de 2012

Diálogos en un autobús urbano.



En un autobús urbano, en una ciudad urbana, a una hora tan válida como las siete de la tarde, un hombre mira a través de las ventanas, pero no ve nada.
Afuera llueve y el día es tan triste como uno pueda imaginar.
Pero la lluvia es infinitamente más interesante que la gente.

En una de las paradas, alguien sube al autobús, es una mujer muy joven, parece una virgen y camina como si levitase, ajena a todo.
El hombre deja las ventanas y mira al ángel.
La lluvia ha apagado el rubio de su pelo, pero aún así no deja de brillar.
La mujer se sienta sola, indiferente a las miradas, como si perteneciese a otro mundo, a otra dimensión.

El hombre duda por un momento pero, cuando uno encuentra a la mujer de su vida no debería dudar.
Se levanta nervioso y se acerca a ella aún más nervioso, la mujer mira por la nublada ventana, seguro que ella tampoco ve nada, pensó él.

-Hola, dijo el hombre ante la visión celestial.
-Hola, dijo ella con la solemnidad de una escultura griega.

Y, como si de componer un poema se tratase, el hombre comenzó a recitar las más bellas palabras para la más bella de sus pensamientos.

-Tu belleza es sinuosa, centelleante, turbadora, metafísica... me obnubila y me conmueve. Me hace ser mejor persona.

Ella se ha quedado mirando sus labios mientras hablada, sin darse cuenta aún del verde profundo de sus ojos. Él se acerca, quiere besarla allí mismo, y ella le dice:

-Espera...

Ambos se cogen la mano con los ojos, ya nada podrá separarlos.
Ella está hecha para él y él está hecho para ella; sin saberlo están tan complementados que cuando hagan el amor por primera vez lloverán ángeles del cielo, nacerán las más bellas flores y la gente sentirá el mayor atisbo de felicidad de la historia.

Lástima que el hombre no llegase a decirle nada, que ella se bajara del autobús y las palabras se quedasen en los cristales, lástima que la perdiera por y para siempre.

martes, 30 de octubre de 2012

La pérdida de los sentidos.



Cansada del mundo, decidí irme unos días a una isla a descansar. Me la recomendaron unos amigos, decían que esa isla tenía poderes curativos.
Era muy pequeña, y el hotel tenía como norma principal acoger a un solo huésped.
Los empleados eran muy discretos, casi parecían fantasmas que ponían ante mi sábanas y toallas, y que luego se esfumaban; y la comida siempre estaba en la mesa antes de que llegara, sin posibilidad alguna de hablar con nadie, pero eso es lo que yo quería.
Aunque era otoño, quería ver el mar.
Una mañana, salí del hotel muy temprano, no sin antes detenerme ante las flores que la decoradora dejó en la mesita del recibidor, junto al teléfono.
Eran unos lirios blancos pero, no olían a nada, ni siquiera olía el aire.
Estaba todo impecable y pensé que unas flores tan perfectas, debían de carecer de algo.
Me puse una rebeca y caminé por la playa.
No había nadie, ni siquiera a lo lejos.
Las olas acariciaban con calma la fina arena que teñía de blanco la orilla de la isla.
El cielo se empezó a llenar de nubes.
De pequeña siempre me había gustado tirar piedras al mar, para verlas bailar.
Encontré una perfecta, era gris con vetas oscuras, y tan plana que parecía un plato prehistórico, casi me dio pena arrojarla al mar; pero sabía que su muerte merecería la pena.
Antes de lanzarla, me la llevé a la boca, para saborear la sal del mar.
Curiosamente, la piedra no sabía ni a sal ni a nada. Pero aún así, era digna de ser lanzada.
Con todas mis fuerzas, mi brazo trazó un surco en el aire, efímero como un suspiro.
La piedra rebotó unas cinco veces pero, no oí sus golpes desgarrando la piel del mar.
Quise repetir la danza de las piedras, pero no encontré más en la orilla.


A pesar del frío, algo desconocido me indujo a meterme en el agua.
Me quité los zapatos y mis pies se sumergieron en las elegantes y tranquilas olas de la orilla.
Pero no sentí el agua ni su opuesto, la tierra. El frío habría enmudecido mis pies, privándolos de sensaciones cálidas.
Algo en el cielo parpadeó: se acercaba una tormenta, que teñía de gris la isla.
Cada vez iba quedando menos azul, y las negras nubes eran las únicas señoras de la esfera celeste.
Comenzó a llover con una rapidez atroz, y yo quise salir corriendo hacia el hotel, por no estar bajo la tormenta.
Me encontraba con los pies dentro del agua serena, que se fue enfureciendo tanto como el cielo; sólo tenía que caminar tres metros de agua, pero algo me impidió moverme.
El aire penetraba entre mis párpados, paralizándolos, y el frío se apoderó de mí.
Cerré los ojos para que el fuerte viento no se los llevase pero, al abrirlos no vi nada.
Parecía como si la oscuridad lo hubiese conquistado todo en dos efímeros segundos.
Intenté salir del mar, pero no podía moverme.
No podía oír las olas, no podía sentirlas ni verlas, pero sabía dónde estaba, sabía que el mar me tragaría, si no lo hacía el cielo.
Era como un vegetal, consciente de mi existencia, pero sin ser consciente de nada más.
Entonces recordé a Schopenhauer y su concepción romántica que decía que lo más bello del mundo era contemplar cómo te arrastraba una ola; pero en el mismo momento en que te golpea, pierdes la consciencia, que hace imposible que puedas experimentar pasión.
La pérdida de todos mis sentidos hizo que ni siquiera pudiera sentir cómo me tragaba el mar, pero mi mente lo sabía todo, y mi muerte fue totalmente en vano, como todas las piedras que se arrojan al mar.


miércoles, 24 de octubre de 2012

Siempre odiaré aquella noche.


Siempre odiaré aquella noche, la noche que él me abandonó.
También odiaré la ropa que llevaba cuando nos veíamos, esa ropa que él nunca me quitaba, que nunca acariciaba.
También odiaré su silencio, le bastaba con mirarme, y nunca contestaba a mis preguntas.
Sus penetrantes ojos negros, fijos en los míos, ahogados, desolados, desde que llegaba hasta que me iba.
Su mirada hipnótica me atrapaba, y a la vez me rechazaba, no lo comprendía.
Intenté acercarme más, mientras él me vigilaba, frío e inmóvil en mitad de la noche.
Se fue justo antes de besarme, me dejó sola, como a los árboles del bosque.
Por un momento todo se paralizó, y las flores dejaron de oler.
La otra noche fui a verle a las doce, nuestra hora, y no estaba.
Sentía que me caía al suelo, cual hoja translúcida y perenne, que se desliza a través del liviano viento de la noche.
Quise matarle, por haberme dejado.
Me odié por haberme puesto el vestido azul, su favorito; por haberme pintado como una virgen, aunque no lo fuera, para entregarme a él.
Quise matarle, y arrancar todas sus plumas marrones, descuartizarlo y envenenarlo, quise acabar con su amor por la noche.
Me había engañado con la luna, su fría y fiel amante.
Me había dejado sola por y para siempre.


lunes, 1 de octubre de 2012

El hombre de ácido.




A los treinta y tres años, Héctor había alcanzado lo que la mayoría de los hombres quieren: era el jefe de su propia empresa, tenía una casa enorme a las afueras de la ciudad, un coche fabuloso, una ropa fabulosa y un grandísimo éxito con las mujeres.

Sin embargo, Héctor siempre había despreciado a las mujeres; tomaba de ellas lo necesario y después las abandonaba, recurriendo a falsas promesas para conquistarlas.

Puede que su misoginia se debiera a su padre. Desde que Héctor tenía memoria, su padre, un militar jubilado prematuramente, despreciaba y maltrataba a su madre.

En cuanto tenía ocasión la humillaba, y cuando llegaba ebrio a casa siempre la golpeaba:

Así es como hay que tratar a las mujeres hijo, si no se creen que las quieres más de lo que las necesitas.

A los siete años era incapaz de comprenderlo, pero aquella frase escondía un significado oculto: su padre pegaba a su madre porque la necesitaba, la amenaza era una forma de asegurar su fidelidad, el amor de ella, pero nunca de él.



El padre jamás dejó que la madre besara al chico, y cuando la maltrataba de cualquier forma, le obligaba a mirar, como si se tratara de clases particulares para aprender a ser más hombre.

Tu eres fuerte hijo, cuando naciste no lloraste, y nunca lo has hecho, estoy orgulloso de ti.

Los años pasaron pero Héctor no hizo más que, inconscientemente odiar a las mujeres.

Despreciaba a su madre, pero quizás fuera porque no se defendía, y al día siguiente siempre volvía a preparar la cena con esmero y un condenado silencio que no hacía más que crecer su odio.

A los dieciocho años, Héctor abandonó lo que él creía su hogar, dejando a su madre junto al monstruo con el que algún maldito día decidió casarse.

Para triunfar en la vida, no olvides todo lo que te he enseñado hijo. Se despidió orgulloso su padre, mientras la madre intentaba secar una única lágrima brillante, era la primera vez que alguien lloraba en su casa.



La vida de estudiante era fabulosa, Héctor podía pasarse el día entero masturbándose, ya que las broncas de su padre no interrumpían la delicada maniobra.

Pero aquello no era suficiente. Había una chica en clase que siempre le miraba, una rubia de ojos azules encantadora, pensó él.

Me gustas. Se atrevió a decir Héctor un día.
Tu también me gustas, dijo ella tímidamente.
Lo sé. Contestó Héctor mientras la cogía de la mano y la llevaba a su habitación.

Estaba nervioso, era su primera vez, pero no podía permitir que ella lo notase.

Hicieron el amor, o algo parecido, pues en el mismo momento en que Héctor eyaculaba la chica gritó, pero no de placer.

Héctor la miró asustado, los ojos de la joven se habían vuelto blancos, y el pulso desapareció en sus venas.

Se encontraba entre el terror y la excitación, pero se vistió y se marchó corriendo.



Héctor se recuperó pronto, cuando logró conquistar a otra compañera de clase. Inconscientemente, se estaba convirtiendo en su padre.

Descubrió que encontraba aún más placer en aquel grito agónico que acompañaba su eyaculación. El sexo sin la muerte ya no tenía sentido.

Recordaba las enseñanzas de su padre, su desprecio hacia las mujeres, se sentía como un hombre y no le importaba hacer lo que hacía.

Cada vez era más fácil seducirlas, engañarlas, llevarlas a la cama, despreciarlas mentalmente y quitarles la vida a través de su propio placer, mediante su semen mortal.

Hasta que un día... Un día de estos en los que el cielo es de color rojo y te levantas con la sensación de que algo nuevo está apunto de sucederte, Héctor salió de casa como todas las mañanas, pero vio a aquella mujer.

Su pelo tan rojo como el cielo resultaba inquietante, la blancura de la piel le recordaba al frío mármol de las más tristes Venus, los ojos tan verdes y profundos que dolían.



Era perfecta para él, y él era perfecto para ella, solo que aún no lo sabían.

No fue difícil concertar una cita, ni tampoco llevarla a su habitación; pero una vez allí, Héctor no supo contenerse.

Te amo...

Podía parecer ridículo pero, amaba el rojo de su pelo, amaba la textura de aquella piel que aún no había tenido el placer de acariciar, blanca y fría, y sus ojos... parecían atraerlo como las sirenas atraen a los marineros más románticos hacia la muerte.

Y no tenía problema en decírselo: Te amo.

Para él era como escribirle mil poemas y canciones, era algo que ella tenía que saber, si no su belleza se esfumaría para siempre.

Te amo.

La mujer parecía estar acostumbrada a aquel tipo de confesiones, pero eso no la hacía menos deseable.

No se contuvo y la abrazó, la abrazó tan fuerte y delicadamente como pudo, sabiendo que podía romperse con su abrazo (como el mármol) pero sosteniendo los pedazos que formaban su delicado cuerpo.



Ella también le abrazó, pero no parecía amarlo ni contenerlo, solo desearlo.

Instintivamente, se besaron, también de forma instintiva se desnudaron, como dos animales a los que les sobra la segunda piel.

Contemplarla así era aún más sublime, Héctor sentía que no podía amarla más y, sin embargo, cada vez estaba más cerca de la locura.

En un abrazo infinito, los cuerpos se fusionaron, dispuestos a la eterna unión que, oh no, Héctor recordó lo que ocurría cada vez que se acostaba con una mujer, ese tremendo final de placer que experimentaba con la muerte de la desdichada.

No podía dejarla morir a ella, la amaba.

En un acto de desesperación, Héctor escapó del abrazo de la mujer y le contó qué sucedía, y la horrible persona que era (aunque no menciono a su padre).

Pero, justo en el momento en que Héctor recitaba su confesión y lo mucho que la amaba, recordó a su pobre madre, y una lágrima de ácido se escapó de sus ojos, matándolo lentamente, pues fue la única y la primera.


miércoles, 19 de septiembre de 2012

Secretos.

Todas las imágenes son de Arthur Berzinsh.



Desde siempre he sabido que moriría joven.

No sé exactamente cuándo, pero lo que si sé es que quienes acudan a mi funeral exclamarán entre sollozos: Era tan joven...

Llevo con esta certeza demasiado tiempo, aún siendo niña pero, este miedo se confirmó hace unos cinco años, cuando murieron mis tíos y mi abuela, todos por algún maldito cáncer.

En casa, desde siempre la muerte ha sido un tema normal. Uno de los primeros recuerdos que tengo de ella es cuando oí por primera vez decir a mi padre:

Cuando muera no me enterréis, incineradme. Y me metéis en una cajita, ahí bajo el árbol. Y señalaba el enorme pinsapo que preside nuestro patio desde que tengo memoria.




Mi madre siempre le miraba entre la incredulidad y la fascinación; odiaba que mi padre proclamara aquello delante de mi hermano y de mí sin ningún tipo de pudor. Tanto que yo tuve que preguntar, y así mi padre me explicó qué es que te incineren.

Por supuesto, después de la explicación estaba totalmente de acuerdo con él.

También desde muy pequeña mis padres me han hablado de la reencarnación. Ellos creen que yo, su primera hija, los elegí a ellos como mis padres, desde algún universo paralelo.

Esa creencia está tan arraigada en mí que he llegado a pensar en los sueños como recordatorios de otras vidas, que quizás estemos viviendo simultáneamente.




No te portes mal en esta vida hija, que nunca se sabe qué te puede pasar en la siguiente. Decían mis padres cada vez que pegaba a mi hermano pequeño, molestaba al gato o hablaba mal de algún compañero del colegio.

Aquellas palabras me marcaron de por vida.

Pero desde siempre he sentido en mí una extrema fragilidad. Una fuerza interna a la que ya estoy habituada, pero que resulta aterradora.

Entonces no me importaba; si muriera, mis padres, hermanos y amigos terminarían superándolo y aprendiendo a seguir adelante con sus vidas sin mí.

Hasta que un día ocurrió algo horrible y magnífico, me enamoré.




Magnífico porque el amor te hace madurar, compartir, sonreír; pero horrible porque no hay nada que te haga tan vulnerable hacia el dolor.

El día que descubrí que estaba enamorada, no le presté atención a mi profecía, estaba demasiado ocupada saboreando cada segundo con él, sus ojos verdes.

Pero hay días que mi futuro me quita el sueño, pues siento que desde que nací un horrible reloj mental se puso en marcha, dispuesto a restarme vida día a día.

Una vez le conté a él mi miedo.

No digas tonterías, tu no vas a morir joven. Dijo él riéndose por la manera tan solemne con la que solté aquellas palabras.

Pero es que lo sé. Le dije tan convencida como que existía en ese momento.

Sin embargo, cada vez que volvía a surgir aquel tema tan desagradable para él y tan normal para mí, él no podía evitar ponerse triste.




He soñado que te morías. Me dijo un día muy serio, ya no se atrevía a reírse.

Ambos siempre le hemos concedido una exagerada importancia a los sueños.

Para tranquilizarle, yo le decía:

No te preocupes, al menos ya lo sé, estoy preparada.
Lo que no quiero es sufrir.
Sé que no moriré de vieja. Será debido a una enfermedad, cáncer de cualquiera de los órganos que tanto me duelen siempre.

Antes no me importaba, pero morir estando enamorada sería horrible, pues se llega al punto en el que dependes tanto de la otra persona que no eres capaz de concebir tu vida en soledad.

Preferiría morirme yo. Me dijo él un día, pareciendo comprender que nunca podría quitarme ese miedo.




No, no sería capaz de seguir viviendo sin ti. Sería aún más horrible.

Entonces me quedé pensando, sin atreverme a preguntar:

Si me muriera ahora, ¿volverías a enamorarte? Las palabras fueron más rápidas que la mente.

No creo que pudiera... Me dijo él exageradamente triste.

Yo le sonreí, consciente de mi egoísmo, pero también de su infinito amor.

Ojalá pudiéramos morir juntos. Le dije en un tono demasiado feliz.

Eso es imposible. Dijo él, devolviéndome a la realidad.

Si tú te fueras ahora, yo me quitaría la vida. ¿Ves como se puede? Le dije sonriendo, pero totalmente convencida de mis palabras.




Entonces me decidí a contarle un secreto, todos mis miedos. Pensé que si se los contaba, en mi mente esos problemas se harían más pequeños.

Tengo miedo a no poder ser madre nunca, a no llegar a publicar mi libro, a que mis padres y hermanos mueran, a perder a mis amigos, a envejecer, a que me abandones, a que desaparezca el verde de tus ojos...

Sabes que no desaparecerá. Dijo sonriéndome, posando sus ojos en los míos, tanto que pude ver el perfil de mi nariz reflejada en su iris verdoso.

Entonces, en aquel momento comprendí que él siempre estaría conmigo, hasta el día de mi muerte.

Y, automáticamente, como si ambos lo supiéramos, nos abrazamos y nos dormimos, el uno frente al otro, sin poder ser más felices.




No me importaría morirme ahora. Pensé decirle, pero no lo hice.

lunes, 13 de agosto de 2012

Felicidades señorita Nothomb.




Hoy tengo el honor de felicitar a Amélie Nothomb por su 45 cumpleaños, al igual que hice la pasada primavera con Quim Monzó.

Y es que, no es sólo gracias al autor catalán, sino también por ella, por lo que decidí que quería ser escritora.

Esta autora belga habla japonés y escribe en francés, por lo que muchos juegos de palabras, que le encantan, me los tiene que aclarar el traductor. Sin embargo, a los siete años y enamorada, Amélie decretó que escribir no estaba hecho para ella, y que la literatura era un mundo podrido.

Mi primera lectura suya fue Ácido sulfúrico, hace ya muchos años, cuando una maestra nos dio la excepcional y única oportunidad de escoger un libro de entre cuantos quisiéramos como lectura obligatoria.

En ese momento, mis padres acababan de leerlo, y me lo recomendaron morbosa y encarecidamente: tiene cosas fuertes, te gustará.

No entendí por qué había de gustarme algo por su violencia. Leí la sinopsis: un programa de televisión titulado Concentración, que emitía en directo las humillaciones a la que los prisioneros (elegidos aleatoriamente) eran sometidos a la manera de los judíos en la época del exterminio nazi.

Pero lo que más llamó mi atención fue que la bella e inocente prisionera CKZ 114, fuera el objeto de deseo de uno de las kapos, Zdena.

Aunque creo que mis padres exageraron tanto los tintes de violencia que no lo encontré para nada repulsivo. Pero sí, me gustó.



Aunque ya no volvería a leer a Amélie Nothomb, por unas cosas y por otras hasta pasados unos años, y fue con una novela con la que me sentí inquietantemente identificada: Antichrista.

Luego descubriría que esta historia tiene mucho de autobiográfico, por lo que aquello me unió mucho a esta autora.

A partir de ahí, mi curiosidad hacia ella fue creciendo, sobre todo cuando llegó la lectura (que tuve la suerte de realizar a bordo de un tren, no hay cosa más bella que leer en tren) de Biografía del hambre, fue realmente cuando empecé a amar a Amélie Nothomb.

Resulta que esta autora tiene tres tipos de libros: novelas, novelas autobiográficas, y novelas con tintes autobiográficos que, si estás muy atento puedes reconocer en un personaje anónimo una parte de su creadora.


Resulta que Biografía del hambre me permitió conocer a Amélie a la perfección, y enlazar datos más tarde en toda su obra.

La sinopsis de este libro me encanta:
“[...] Amélie Nothomb explica en este relato su vida a través del hambre y reivindica una avidez y una glotonería en muchos registros: hambre de lenguas, de libros, de alcohol, de chocolate, ansia de belleza y de descubrimiento... Amélie Nothomb afirma que tiene un apetito absoluto, un deseo jamás colmado, que no parece tener fin [...]”.

Me la sé de memoria, siempre que es tarde y mi amiga Sara y yo tenemos hambre, le suelto estas palabras, y siempre me pregunta: ¿pero qué dices? Y yo le digo: nada...

Esta mujer tuvo la excelente suerte de nacer en Japón, aunque procede de Bruselas; sin embargo ella siempre se ha considerado japonesa.

Pero, debido al trabajo de su padre como embajador, se vio obligada a dejar su paraíso nipón para marcharse a la (palabras textuales) horrible China, y después Nueva York, Bangladesh y un largo etcétera.

Si aquí consiguió transmitirme su amor por Japón, la lectura de Metafísica de los tubos la avivó aún más. Y, por el contrario, El sabotaje amoroso me confirmó la fealdad de China, no me hace falta ir a ningún sitio para comprobarlo.



Ahora mismo estoy leyendo Ni de Eva ni de Adán, otra de las exclusivamente biográficas. Resulta de lo más hermosa pues, una Amélie de 21 años deja Bruselas tras los estudios y se marcha a Japón a enseñar francés y, al mismo tiempo mejorar su japonés.

Allí conoce a Rinri, y juntos viven una historia de amor que parece idílica.
Pero no se limita a describir el paisaje nipón (que parezco estar viendo en mi cabeza con todo detalle), sino que nos remite a las costumbres que allí había en el año 1989, que no sé si habrán cambiado mucho.

Sólo sé que me dan ganas de visitar aquel paraíso de carpas naranjas, de okonomiyaki, de cerezos en flor, de montes nevados, ciudades futuristas y palacios de hormigón.

Por ahora he aprendido (además del amor hacia el lenguaje y las otras culturas), que uno debería acudir a las exposiciones por azar, con absoluta ignorancia. Alguien desea mostrarte algo, eso es lo único que importa.

Cosmética del enemigo (magnífico diálogo entre dos únicos personajes), Diario de Golondrina (gracias a cuyo asesino a sueldo descubrí a Radiohead) y Ordeno y mando (orgía de vinos, lujos y arte en un palacio sueco) han sido muy entretenidas, pero como ya señalé anteriormente, creo que los finales de Amélie Nothomb no son todo lo buenos que anticipa el principio de la historia.



Pero mi favorita es sin duda Viaje de invierno, cuya reseña publiqué el pasado julio en el blog de Leo y Comento.

Estoy totalmente conforme con el final, pero el problema es que la sinopsis lo vuelve predecible. Es un historia de amor muy bella (situada en un bello París), plagada de artistas contemporáneos, una de las cosas que más le agradezco a Amélie Nothomb.

Cuando termine Ni de Eva ni de Adán, habré leído todos los libros de ella que hay en mi estantería, sólo falta convencer a mi padre de que, en uno de sus pedidos de segunda mano, aparezca algún ejemplar suyo.

Hace unos días mi hermano, aburrido por los calurosos días que estamos teniendo, me pidió un libro, y yo le dí Cosmética del enemigo, que devoró en un día. Me pidió otro, fue Ácido sulfúrico, y ahora está leyendo Diario de Golondrina.


Mi hermano es reservado y poco comunicativo, pero sé que le han gustado.

Al igual que mis padres, peco de morbosidad por entregarle los libros más violentos, pero quiero que aprenda a apreciar a Amélie Nothomb para después darle Viaje de invierno, que por lo que conozco a mi hermano, ahora mismo lo calificaría de ñoño.

Le agradezco mucho a esta autora que evoque distintos paraísos, que describa lo necesario, que ame cada detalle, que hable sobre arte, libros y música, que alabe a la belleza por encina de todo, y lo que más le agradezco es esa conexión con la que me siento tan cerca de ella, y ojalá algún día llegue a ser la mitad de buena que Amélie Nothomb.



martes, 8 de mayo de 2012

Espíritus que son ángeles.

Todas las imágenes son de Edward Munch.


Hace ya unos años, murió mi abuela paterna, a la cual estaba muy unida. 

El mejor recuerdo que conservo de ella es el olor de sus polvos para la cara al entrar en su habitación. 

Y aún recuerdo el tacto de sus manos, las típicas manos de una señora de ochenta y muchos, haciéndome cosquillas en el sofá. 

Cuando llegaba a casa después de meses sin vernos, ambas nos abrazábamos muy fuerte y, cada año yo estaba más alta y ella más baja, era como verse reflejada en un espejo inverso. 

Desde siempre he adorado mirar sus fotos en blanco y negro, de recién casada, cuando antes las mujeres se casaban sin haber cumplido los veinte. Era preciosa. 

Siempre que mi padre nos regañaba a mi hermano y a mí ella nos defendía.


Recuerdo un día que mi padre y mi abuela discutían en la cocina y yo, sorprendida de verlos en esa situación, me quedé a escuchar tras la puerta, pero sin poder oír nada. 

Cuando mi padre me descubrió se enfadó mucho, ni siquiera hoy soy capaz de preguntarle sobre qué podían estar discutiendo. 

Pero la muerte de mi abuela no fue la primera: 

Primero fue mi abuelo, cuando mi padre tenía apenas doce años, por supuesto no llegué a conocerlo. 
Solo sé que era pastelero y que hacía un hojaldre buenísimo, palabras de mi padre. 

Muchos años después, mi tía (la hermana mayor de mi padre) enfermó. 

Al estar ella tan lejos, todo era surrealista. Para mí seguía estando viva, y vendría a visitarnos en verano, y nos traería esos regalos tan especiales que solía traer; como aquel día que mis padres pensaron darle la noticia de que esperaban un tercer hijo y ella, sin saberlo le llevaba a mi madre una preciosa piedra rosa (rodocrosita) que, curiosamente era la protectora de las embarazadas.


Sí, sufrió mucho. Y no, no hay nada peor para una madre que enterrar a su hija. Mi abuela ya no era la misma, tanto que ella también cayó enferma. 

Cada día que pasaba estaba más débil. Intentábamos que viniera a la mesa a comer con nosotros, pero inevitablemente, ella prefería quedarse en la cama. Su habitación se convirtió en su casa.

La cosa se empezó a poner peor, y mis tíos y primos vinieron de muy lejos a verla, (o a despedirse).

Jamás olvidaré las palabras de mi madre que, al ser la hija mayor me decía: “Cuando yo te lo diga, coge a tus hermanos y te los llevas de la casa, no quiero que veáis a tu abuela morir”. 

Los días pasaban y ella ni siquiera reconocía a mi padre (su hijo) cuando iba a ver cómo estaba.

Los médicos sabían que era cáncer, pero uno tan avanzado que era mejor dejarla morir tranquila en casa con su familia, que atormentarla con pruebas innecesarias. 

Cada vez que llegaba del instituto temía lo peor; hasta que un día, en vez de abrirme la puerta mi madre, lo hizo mi tía, no hicieron falta las palabras (“Paloma, cariño, tu abuela se ha ido al cielo”).


Intenté mantener la compostura, pero antes de ir a lavarme las manos para comer, lloré en mi habitación, sentada en la cama. A veces no piensas que la muerte era lo mejor que podía pasar. 

No piensas que tu abuela ha dejado de sufrir, simplemente piensas que ya no podrás verla nunca más, no podrás abrazarla, ni olerla. 

Mis padres prefirieron que ni mis hermanos ni yo fuéramos al funeral, pero esa noche dormimos todos juntos en la cama de mis padres. 

Hubo unas palabras de mi padre que también me marcaron:
“Estaba con ella junto a su cama, cogiéndola de la mano y, mientras le susurraba márchate en paz, dejó de respirar, murió tranquila. 
Pero se la llevaron tan rápido... la metieron en una bolsa y se la llevaron para siempre. 
El peor momento es cuando te dan la urna con las cenizas y tu piensas, aquí está mi madre, convertida en polvo.” 

Polvo que vuela más alto y rápido que cualquier otra cosa, y que puedes decidir echar al mar, o que baile con las nubes, o incluso, dejarlo en la urna, unos metros bajo un suelo de tierra, del que luego surgirán las flores más bellas del jardín.


Incluso después de despejar la que fue la habitación de mi abuela, al entrar seguía oliendo a ella y a sus polvos de maquillaje. 

Tampoco olvidaré cuando tuvimos que regalar su ropa, y repartirnos sus joyas; a aquella edad fue un regalo pues, por fin podía ponerme los pendiente de mi abuela que tanto me gustaban. 

Pero con los años he comprendido que algún día, cuando yo muera, mis nietas se pelearán por mis collares y pulseras. 

Y la verdad es que siento pena por mi hermana pequeña, pues a veces a mí me es difícil recordar a mi abuela, y siento que ella se ha perdido muchos momentos especiales; pero para eso están las fotografías en blanco y negro, y la memoria, y las historias como esta. 

Después, de la forma más repentina, le llegó el turno a mi tío, el otro hermano de mi padre (siempre que nos visitaba nos traía unos preciosos juguetes de madera que, mientras desenvolvíamos, él se iba al patio a fumarse el enésimo cigarrillo del día). 

También ocurrió de forma totalmente surrealista, pues al igual que mi tía, él y su familia vivían en otra ciudad, y todo el contacto y las noticias sobre ellos las teníamos por teléfono. 

Su muerte fue la más rápida. De nuevo el mismo cáncer que después se llevaría a dos tías de mi padre y, poco a poco, él se quedaría sin familia.


Inevitablemente, en mi mente surgía la idea de ver a mi padre en cama, al igual que mis abuelos y mis tíos, también por culpa del maldito cáncer. 

Ninguno de mis tíos vio casarse a sus hijos (mis primos), ni nacer a sus nietos... Y yo me preguntaba: ¿Verá mi padre crecer a mis hijos? 

Después de tanta muerte en tan poco tiempo y sin haber tenido esa sensación antes, una noche mi abuela se me apareció, como un ángel. 

Totalmente vestida de blanco y volando un metro sobre el suelo, se me apareció cual inmaculada.

Estaba realmente guapa, como en sus retratos de los años cuarenta. 

Y llevaba en sus manos un foto enmarcada que me enseñaba con una sonrisa: en la foto se podía ver a mi padre, algo envejecido y con un bebé en los brazos y dos niños algo más mayores jugando en sus pies. 

Enseguida entendí el mensaje:
Mi abuela me estaba diciendo que no me preocupase, que mi padre sí que sería un abuelo para sus nietos (mis hijos). 

Después de tener ese sueño me quedé más tranquila pero, instintivamente, cada vez que mi padre se queja de un dolor, no puedo evitar recordar todo ese ambiente de muerte del que mi familia y yo fuimos espectadores durante aquellos malditos años.