viernes, 27 de enero de 2012

Música.




Como todos los días Minuet abre la tienda de música de su tío, lleva casi un año trabajando allí, vendiendo instrumentos de segunda mano. Aunque ella preferiría estar estudiando, pero aún le falta dinero para poder ingresar en el conservatorio, y por eso acude allí cada día, a ver a la misma gente. 

No es una tienda muy frecuentada, pero al día acuden como mínimo un par de personas. Para no aburrirse, Minuet comenzó desde los primeros días adivinando, según su apariencia, qué instrumento elegirá cada persona. Y nunca falla, la gente es tan predecible... 

En una ocasión, un hombre que tenía pelo por todo el cuerpo y de rayas verdes los pantalones, se llevó cuatro tambores y seis baquetas. Una chica con jersey de cuadros y falsa plisada venía en busca de un arco para su precioso violín color miel. También, en otra ocasión, una pequeña banda de rock compuesta por niños de once años venía en busca de guitarras eléctricas de colores, que ni podían sujetar: ese día Minuet vendió dos stratocaster (una rojo vino y otra azul cian) y un bajo de cinco cuerdas color marfil, además de la batería y el micro. 

Pero ella solo rezaba cada día para que nadie se llevara el piano negro de cola. Desde el primer día que lo vio comenzó a ahorrar, pues sabía que su tío no se lo regalaría nunca; ya le quedaba menos, pero se acercaba la feria musical (que se celebraba cada otoño en la ciudad) y cada vez acudía más gente a la tienda. Y uno no compra un piano negro de cola todos los días... 

Sin embargo, una tarde Minuet vio roto su sueño cuando una chica que entró a la tienda se quedó mirando el piano. Tendría unos veintitantos años, como ella. Su apariencia la desconcertaba, pues no había visto nunca antes a alguien así: llevaba un largo vestido, negro y muy ceñido, y su pelo era tan rojo como la sangre. 

- ¿Cuánto cuesta este piano? - Preguntó la pelirroja con mucho entusiasmo. 
- No está en venta. - Se apresuró Minuet. 
- ¿Cómo que no? Entonces no estaría aquí a la vista. - Se extrañó la desconocida. 
- Está reservado, ya lo han pagado y pronto se lo llevarán. - Mintió, y muy mal. 
- ¿Quién? - La chica pelirroja sabía que la estaban engañando. 
- Nadie, la que quiere comprar ese piano soy yo. - Admitió Minuet. 
- Pues yo también lo quiero. - Se impuso la pelirroja. 

Se miraron durante largo rato... y cada vez la situación era más incómoda. Minuet no sabía dónde esconderse, y la atractiva pelirroja no dejaba de observarla de una manera muy desconcertante. 



- Ya sé qué haremos. - Dijo la desconocida. 
- ¿Qué?
- Lo vamos a echar a suertes, con un juego muy sencillo. 
- ¿Cuál? 
- Vamos a poner una canción. Haremos el amor al mismo ritmo y la primera que alcance el orgasmo se quedará con el piano. 
- Vale. 

La elección de la música era difícil. No podía ser monótona, debía tener ritmos alternantes: despacio, rápido, despacio y rápido, para que el éxtasis fuese apoteósico. 

Colocaron una alfombra en el suelo; se quitaron la ropa y se miraron: una con curiosidad, la otra con deseo. Y comenzó la melodía. 

No hicieron falta las palabras, solo la respiración acompasada, los latidos acelerados del corazón, el sudor frío, la humedad resplandeciente... 

Mágicamente, en el mismo momento en que una cerraba los ojos y se mordía los labios, la otra emitió un sonido infinito y ahogado, alcanzando ese éxtasis apoteósico a la misma jodida vez. 

Duró un par de minutos y ambos cuerpos parecían estar flotando, lejos de sus mentes que andaban allá por las nubes de colores.

- Nos hemos corrido al mismo tiempo. 
- Sí. - Dijo Minuet. 

Entonces, la chica pelirroja, aún desnuda cogió el martillo que llevaba en el bolso y se dirigió hacia el piano, que destrozó en silencio. Minuet pudo ver una lágrima que salía de su ojo izquierdo y acababa entrando en sus labios, sintiendo el sabor salado que se fundía con los flujos sexuales aún existentes en su boca. 

- ¿Por qué lo haces? 
- Porque ninguno de los tres podíamos estar juntos. 

Y, antes de irse, Minuet le dijo: 

- No sé tu nombre. 
- Valls...


martes, 24 de enero de 2012

Éxtasis.





Chocolat, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul.

“Chocolate, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Alma mía, pecado mío. 

Lo siento deshacerse en mi boca, siento penetrar su olor en mis entrañas, quiero más, necesito más...” 

Desde muy joven, Placer había aprendido a sentir todas las cosas, a llevar las sensaciones al límite, a quedarse con lo mejor de cada experiencia, aquello que le otorgase ese éxtasis tan ansiado. 

Ya cuando era niña, conseguía deleitarse con solo beberse un vaso hasta arriba de agua fría, también experimentaba un gran placer con el olor a césped recién cortado, por no hablar del aroma de las flores más silvestres y blancas; la sensación del viento y la lluvia en su cara, cuando en invierno se hacía de noche en su portal y corría hacia casa para meterse en su cama caliente. 

En verano, le gustaba quedarse al sol hasta casi arder, para lanzarse a la piscina justo cuando creía que iba a caer desmayada en el suelo, la sensación del agua fría en su piel caliente era irremplazable, al igual que el derretir de un helado de coco en sus labios. 

Más adelante aprendió a apreciar no sólo el sonido de un violín con un piano, sino el momento cúlmen en que el músico hace el amor con la guitarra para llevarla a su éxtasis más divino y perecer... hasta que se acabe la canción. 

Ya por esta época es normal suponer que Placer ha encontrado en su cuerpo nuevas sensaciones que derivan de las caricias y que terminan en orgasmo, a través de sus dedos, dedos fríos que mutan para transformarse en el instrumento de placer tanto ansiado. 

Aunque la sensación de viajar es única; viajar y recorrer una ciudad, un museo, acariciar una escultura, oler un cuadro, escuchar un edificio... no hay nada parecido en el mundo, y sentir el orgasmo de Santa Teresa en tus propios huesos. 



A Placer le gusta tanto experimentar, que sus viajes empiezan a ser mentales: primero fueron los polvos de ángel y después las jeringuillas de néctar, el placer era absoluto a más no poder. Las copas de vino eran cada vez más frecuentes, al igual que las pastillas rosas... Pronto el insomnio se apoderó de ella, e hizo más fácil la búsqueda del placer, que ya no residía en dormir, sino en soñar despierta. 

Junto a las pastillas llega X, y llegan Y, Z, A, B y C. Y acompañan a Placer a sentir el placer, a viajar, a drogarse, a dormir, a follarse, a escuchar guitarras, a comer chocolate... Y un éxtasis sucede a otro. 

Las flores, los paseos otoñales, el viento susurrante, las hojas que bailan como los rayos de sol y la fría nieve, la acompañan en su soledad por el mundo, en busca de nuevos placeres. 

Pero un día, agotada, Placer se da cuenta de algo... no podía soportar tanta belleza sabiendo que era efímera; creyó haberlo experimentado todo, pero no soportaba la idea de que todo se acabase... Los pájaros, las guitarras, las esculturas, los orgasmos, las pastillas, el chocolate...

Tenía que acabar con ese sufrimiento que parecía perdurar ahora en ella. Dejó de viajar y de soñar, ya no comía ni bebía, y mucho menos tomaba pastillas rosas. Se quitó la ropa y se tumbó en el suelo, ni siquiera sentía frío. Se masturbó con un cuchillo hasta desangrarse sobre la alfombra de su habitación, mientras oía un solo de guitarra estremecedor y cerraba los ojos para sentir por última vez su éxtasis preferido. 

En ese mismo momento, X llegaba a casa de Placer para confesarle su amor secreto, oculto tras toda esa farsa de copas y pastillas, polvos y chocolate y orgasmos de placer. 

Subió las escaleras con la idea de cogerla entre sus brazos, susurrarle al oído un te quiero y estaré siempre a tu lado, para después hacerle el amor, que no follar como habían hecho siempre. Al abrir la puerta y verla desangrada entre aquellas cuatro paredes, el frío recorrió todo su cuerpo y paralizó sus manos, no supo hacer otra cosa que correr, correr muy rápido lejos de allí. 

Ella murió sin saber que la felicidad también era un placer, además de jodidamente infinito.


viernes, 20 de enero de 2012

La magia de nuestro amor.

Las ilustraciones son de Egon Schiele.



Tengo miedo de que se acabe la magia de nuestro amor.

De que me despierte por las mañanas y te hayas ido sin decir nada,
de que ya nunca traigas flores, ni el desayuno a la cama.

Tengo miedo de que te olvides de lo guapa que era con dieciséis años,
y solo veas mis arrugas de menopáusica.

De que sonrías más a nuestro hijo que a mí,
y de que pienses en otra cuando me hagas el amor,
si es que me lo haces con cuarenta y tantos años.

Tengo miedo a que te olvides de mi cumpleaños,
o de mi talla de pantalón.

De que ya no me ayudes cuando me caigo,
y de que no me espíes desnuda en el baño.

Tengo miedo a que conozcas a alguien,
más guapa y más joven.
De que te vuelvas a enamorar y de mí te olvides.

Tengo miedo a morir sola,
y a que se acabe la magia de nuestro amor.

Y ya que tengo tanto miedo,
no sé si seguir queriéndote.

No sé si esperarte cuando sales de trabajar,
y alegrarme el día en que me mires. 

No sé si acercarme y decirte mi nombre,
y tal vez besarte en la mejilla.

Creo que debería olvidarte pues,
no quiero que te enamores para luego dejar de amarme.

Ya que pienso en ello cada vez que oigo discutir a mis padres.



domingo, 15 de enero de 2012

La Magia.


Gracias a Fran por inspirarme la idea.



Sobre la misma cama, Eva vivió toda su vida. 

La cama la vio nacer y también crecer. 

Sobre esa cama, sus padres se juraron amor eterno y, en una noche de pasión y de champán, concibieron a Eva y a sus hermanas. 

En esa cama jugó con su madre y sus gemelas, a juegos de saltos y almohadas, de plumas y muñecas, que lloraban al ver crecer a Eva. 

También la cama fue el refugio contra las iras de su padre, cuando volvía tarde a casa y golpeaba a las niñas. En una ocasión intentó forzar a Eva, pero su madre rompió el jarrón con lirios blancos sobre la cabeza de su marido ebrio. 

Al crecer, por las noches y para evitar oír llorar a su madre, Eva se escondía bajo las sábanas, tan rosas como sus mejillas de nínfula, y leía todo tipo de libros. Así aprendió a huir de la realidad, sumergiéndose en historias imposibles, de princesas y dragones, de duendes y sirenas.

La cama también fue testigo de las incontables horas que Eva permanecía pensando en su primer amor, para después volver corriendo a casa y quedarse muy quieta sobre la almohada, recordando cómo él había rechazado su propuesta de ir a tomar un helado. La cama se tragó todas esas lágrimas durante años, hasta que Eva conoció a Adán. 

Eran jóvenes aún cuando regresaron a casa tras toda una noche observando las estrellas, y perdieron su virginidad sobre esa cama que, aún conservaba esas sábanas rosas que Eva manchó de rojo.

Entonces ellos también se juraron amor eterno y sembraron la semilla de la que pronto brotaría la vida. 

Por aquella época su madre ya había fallecido, víctima de un cáncer, y sus hermanas habían corrido al centro de la ciudad en busca de aventuras adolescentes; ya nunca volverían a ver a Eva, pues supo más tarde que fueron víctimas de los polvos de ángel y las pastillas rosas. 

Eva no necesitaba ver mundo, prefería quedarse en casa, leyendo hasta altas horas de la noche, aún los mismos cuentos de hadas.

Pero un día Adán empezó a beber más champán de la cuenta y a traer amigos a casa, que descargaban su ira en la frágil Eva, que cada día veía crecer aún más su vientre. 

En cierta ocasión en la que dormía sobre su inseparable cama, sintió que su criatura ya quería ver mundo. Como de costumbre, Adán no estaba en casa; aquella noche murió en un accidente de coche por conducir ebrio, un amigo suyo y dos prostitutas que iban en el asiento de atrás tampoco sobrevivieron.

Esa noche Eva no se sentía con fuerzas para nada, la cama estaba demasiado mojada por las lágrimas: echaba de menos cuando su madre corría por las noches para despertarla de sus pesadillas, siempre protagonizadas por su padre. 

Esperó que Adán regresara, pero no lo hizo. 

Su hija decidió nacer justo en la misma cama, a la misma hora que ella murió.

Y la cama y las muñecas lloraron la marcha de Eva, pues ya no podría sentir la magia de una vida nueva...


jueves, 12 de enero de 2012

Constelación.



- Hola, dijo el joven al que le gustaba hacer masajes. 
- Hola, dijo la joven que tenía muchos lunares en el brazo. 
- Si quieres puedo masajearte. 
- Bueno vale. 
- Tienes muchos lunares en el brazo derecho... parecen una constelación. 

La joven de los lunares sonrió tímidamente, sin ser consciente del significado de la frase: me gusta dar masajes, me gustan las mujeres, me gusta tu brazo, me gusta la astrología, me gustan los lunares, me gusta tu brazo de mujer lleno de lunares porque parecen una constelación. 

- Estás muy tensa. 
- Ah, si tu lo dices... 
- Se te nota en los hombros. 
- Estoy agotada. 
- Mejor ahora ¿no? 
- Sí, lo haces bien. 
- Me he entrenado, solo hay que saber dónde hacer presión. 
- Entonces puedo hacerlo yo también. 
- Si quieres lo intentas tú después conmigo. 
- Bueno vale. 

Esta vez la sonrisa fue irónica, ¿debía estar la mano de él tan cerca de su pecho cuando se trataba de masajearle los hombros? Quizá tuviera tensos los pechos; pero aún así no tenía derecho a llevar su mano hasta allí.

Fue consciente en ese instante de la ligereza de su ropa, seguramente él tenía una muy buena perspectiva de sus pechos desde aquella posición y, con un poco de suerte pudo verle los pezones. ¿Entonces fueron los lunares o fueron los pezones quienes guiaron su mano? 



El tiempo transcurrió lento, pero el joven de los masajes se cansó de masajear; quizás esperaba una respuesta de ella, o simplemente ya no quería hacer masajes y le bastaba con haber sobado su moteada piel. 

Bueno, me voy a dormir que es tarde; mintió el joven de los masajes mientras la chica se subía el tirante izquierdo. Él se hubiera excitado si ella no le mirase de aquella manera tan suya, tan desconcertante. 

Bueno vale, hasta mañana; contestó la joven de los lunares mientras oía cómo se cerraba la puerta. 

Aquella noche el joven de los masajes se masturbó, por enésima vez, pensando en los lunares del brazo derecho de la chica, y en un bonito par de lunares que ella tenía a pocos centímetros del pezón izquierdo. 

Mañana masajearía a otra joven que tenía muchos lunares en la espalda; sobaría aquella espalda hasta tener suficiente para masturbarse por la noche, y volver a buscar a otra chica con lunares a la que poder sobar, y así hasta haber sobado a todas las chicas de la ciudad que tuviesen lunares, para poder viajar y coleccionarlos todos, ir a otros países y seguir sobándolas a todas, a todas las chicas que tuviesen lunares por todo el cuerpo y que quisieran ser sobadas. 

Aquella noche, la joven de los lunares se masturbó por primera vez, recordando la forma que él tenía de mirar su brazo moteado de constelaciones, y el momento en que deslizó su mano hasta rozar uno de sus pechos para no volver a tocarla nunca más.


martes, 10 de enero de 2012

Clases de natación.



Las cinco de la tarde y, como de costumbre, Celeste corría hacia la piscina cubierta. Sabía que él ya estaba allí, no podía permitirse llegar tarde. 

Una vez puesto el bañador se apresuró a las duchas, los demás ya habían comenzado los calentamientos; y allí estaba él, Carlos, el monitor de natación del grupo infantil (aunque ella se consideraba toda una preadolescente). 

Celeste se enamoró de él en cuanto le vio, en su primera clase. Lo cierto es que no tenía edad para que un hombre de veintiocho años como él, se fijara en una niña de doce años, a penas desarrollada físicamente (pero muy desarrollada intelectualmente, pensaba ella). 

A Celeste siempre le había interesado la natación y, cuando convenció a sus padres de sus dotes acuático-deportivas, empezó a acudir a clases los martes y jueves de cinco a siete; su objetivo era participar en la carrera anual. 

Sin embargo, Celeste se sentía ridícula en un grupo de siete niños, todos mucho más pequeños que ella. Odiaba pensar que Carlos pudiera tomarla por una de ellos. Pero Carlos la tenía como una de sus mejores alumnas que pronto ascendería al “nivel juvenil”. Celeste no volvería a verle. 

No podía imaginarse nadando bajo la mirada de otro monitor que no fuese Carlos. Aunque, por supuesto, ella sabía que él jamás la miraría de otra forma que no fuese como a su alumna, delgada y lánguida, sin a penas pecho y desarrollando caderas; pero eso no hacía que Celeste perdiera la esperanza de que llegara un día en el que Carlos hablase con ella sobre algo que no fuese la natación. Pero le aterraba la idea de que otras chicas de su edad, mucho más desarrolladas que ella, se atreviesen a hablar con él, y que este sucumbiera a sus superficiales encantos.

A veces, cuando se metía en la cama por las noches, imaginaba (y también soñaba) cómo, en las carreras que organizaban en la piscina mensualmente, ella llegaba la primera, y Carlos la felicitaba orgulloso y, después de las clases, la invitaba a tomar algo en la cafetería; y después le confesaba su amor por ella, a pesar de no estar bien, de la diferencia de edad, de que era su alumna y él su profesor... pero que quería estar con ella; se verían en secreto después de las clases, si su madre preguntaba, le diría que estudiaba con una amiga, estaba todo pensado y, cuando acabase la temporada de natación, él se la llevaría al campamento de verano, con la excusa de seguir dando clases para mejorar, allí podrían estar solos y amarse en secreto; él le regalaría unas modernas gafas de buceo, de último modelo, y ella a él, un reloj acuático de cincuenta metros de inmersión. 




Después de ganar la medalla de oro en el campeonato, se fugarían juntos, muy lejos y ella enviaría una carta mensual a sus padres diciéndoles que el éxito se consigue a base de esfuerzos, y la felicidad, a través de los impulsos del corazón. 

Aunque Celeste sabía que si seguía destacando de esa manera, la ascenderían de nivel y no volvería a ver a Carlos; la única manera de seguir con él era poniéndose a la altura de aquellos demás niños: llegaría tarde, no nadaría tan deprisa, fingiría que se ahogaba, se resbalaría en el trampolín y, al tirarse, ladearía las piernas.  

El verano se acercaba y Celeste temía que Carlos no se diese cuenta a tiempo de su amor por ella; seguro que esperaba a la fiesta de despedida que organizaban todos los años en la piscina cuando la temporada de natación se acababa, además servía de despedida para los chicos y chicas que ascenderían de nivel. 

Para ese día debía estar perfecta; se puso el vestido azul (el color favorito de Carlos) y, aunque nunca lo hubiera admitido, metió algodón dentro de su sujetador; pero esta estratagema dio resultado, nada más verla, Carlos se fijó en sus pechos, extrañado de que hubiesen crecido tanto de la noche a la mañana. 

Celeste sentía que se desvanecía cuando vio a Carlos dirigirse hacia ella, “estás preciosa, Celeste”, pensó ella que le diría, “lo siento mucho, no pasas al siguiente nivel, has estado algo floja estos últimos meses”. Celeste se sintió feliz, no pudo evitar llorar de felicidad. “No te preocupes, mejorarás, esfuérzate el siguiente curso, no quiero que Fernando piense que he sido un mal monitor”; “¿Fernando?”; “Sí, verás, es que me han ascendido, el año que viene daré clases por las mañanas a un grupo de adultos”; “¿Por la mañana?”; “Sí, ¿a que es estupendo? Podré salir más por las tardes”. 

Celeste salió de allí corriendo, todo lo deprisa que pudo; las lágrimas le resbalaban por la barbilla. 

Llegó a su casa y se quitó el vestido azul, sacó del armario una falda corta; tiró a la basura sus gafas de bucear, su gorro y las aletas que su padre le regaló por Navidad (y que nunca usó), buscó en el desván la vieja raqueta de su madre y salió por la puerta rumbo al club de tenis.



domingo, 8 de enero de 2012

Recuerdos de mi niñez.



A mi padre el escrito, a mi madre la imagen.

Cuando era niña solía soñar con el fin del mundo. 
Pero mi preocupación no era su destrucción, ni las muertes, lo que a mi más me inquietaba era perder mis posesiones: en mi sueño, mi tan realista progenitor venía a buscarnos a mi hermano y a mí, asustados por el ruido de las bombas, el humo y los temblores de la tierra; entonces nos cogía de la mano “¡tenemos que salir de aquí!”, nos decía. Pero yo no podía, era incapaz de dejar allí tantos recuerdos, debía conservarlos. “Coge solo una cosa” me decía mi padre, entonces yo intentaba elegir uno de mis juguetes favoritos, pero me era imposible y siempre, en todos los sueños, por culpa de mi indecisión, el tiempo se agotaba y una estrepitosa bomba alcanzaba nuestra casa, y yo me despertaba, con mi juguete en la mano. 





También en otra ocasión, cuando era niña y mi padre veía las noticias de las tres, yo las oía pero sin escuchar. Hasta que un día una noticia horrible (como tantas otras) me causó terror: por lo visto, unas personas del norte llamadas E.T.A. (desde entonces esas siglas no se me olvidarían) habían matado a un señor en su propia casa, entraron sin más y le dispararon. 

Desde entonces, hubo un sueño que se me repetía: estando en casa con mi familia y al oír que llamaban al timbre, mi padre corría a abrir la puerta y un señor con la cara tapada le disparaba y se marchaba tan tranquilo al ver que se desangraba. Hubiera preferido que ese señor nos matase a todos (mis padres, mi hermano y yo), pues no me imaginaba mi vida sin mi padre. 

Después de muchos días soñando el mismo tormento, decidí contárselo a mi padre, a lo que me confesó sorprendido: “pero esas personas no van a llegar hasta aquí (el sur) solo para matarme, pues solo atacan a la gente que se mete con ellos”. 

Yo me lo creí, incluso me avergoncé de mi ignorancia y me quedé más tranquila al saber que mi padre no había molestado a nadie. 

Pero entonces, unos años más tarde, de nuevo en las noticias de las tres, dijeron que E.T.A. había puesto una bomba en una estación, y que había muerto mucha gente. 

Entonces pensé en mi viaje de fin de estudios a Madrid; decenas de niños del sur en una estación y que nunca habían molestado a los señores del norte pero que, tuvieron la mala suerte de estar en la estación a la misma hora en que la bomba estaba programada, tan lejos de mi padre.



viernes, 6 de enero de 2012

Navidad.





Veinticuatro de Diciembre, en la típica ciudad, la típica familia y la típica cena: 

Víctor sigue pensando, “faltan unas horas para que sea Navidad y aún no tengo los regalos de mi familia”. 

Víctor tiene esposa y dos hijos, además de un perro y una tortuga, pero no se le ocurre nada que regalar: 

A su hija mayor le encantaría un nuevo teléfono móvil que anuncian en la tele, que si cámara, que si vídeo, que si no se qué. También sabe que a su hijo pequeño le chiflan los coches, sea como fuere acertaría con un scalextric, un coche teledirigido o cualquier cosa con cuatro ruedas. Sobre el perro y la tortuga... bueno, el día veinticuatro sus hijos acostumbran a sobrealimentar a las pobres mascotas como regalo navideño. 

Y por último está su mujer, la persona más fácil de complacer en el mundo: sabe que adora los perfumes caros, los bolsos y zapatos de marca, siempre a juego, las joyas, siempre de oro, un bonito vestido de seda o, incluso una estancia en un spa. 

Pero después se pone a pensar: “y ellos, ¿qué regalo tendrán para mí?” El típico libro de autoayuda, un jersey rojo con renos, unos calcetines, una bufanda de rayas (como los calcetines), una máquina de afeitar... pero no se dan cuenta de que lo único que él quiere es cambiar de familia: tener una esposa que nunca diga “me duele la cabeza” y que sepa cocinar de todo; tener una hija que saque buenas notas y un hijo al que no peguen en el colegio; un perro que vaya a buscar la pelota y una tortuga menos aburrida, pero sabe que eso es imposible, a no ser... 

“A no ser que los mate a todos, ya está, les daré el mejor regalo de sus vidas: la muerte, ¿qué puede haber mejor que eso?” Aunque, pensándolo bien, no le apetece tener que buscar un método discreto para asesinarlos, y encima tener que ocultar los cadáveres, ponerle excusas a la policía y a sus vecinos, decirle a su jefe que se muda de país y empezar una vida nueva para que, con tan mala suerte le vuelva a tocar una esposa fea y egoísta, una hija tonta y cursi, un hijo calzonazos y un perro y una tortuga la mar de aburridos.  

Entonces decide que el regalo se lo hará él mismo y, la noche del veinticuatro, sirve cinco copas de vino tinto, de las que sólo una lleva arsénico; decide que será para él y, después de beberla hasta arriba y caerse al suelo muerto, su familia sigue celebrando la Navidad y quejándose por sus regalos.




De-lirios y pensamientos.




Hola a todo el que lee.
Mi nombre es Paloma y me gustaría compartir mis delirios y pensamientos, mis relatos sobre todo, pues para mí escribir es como para otros el correr o el gritar: una liberación. Liberación de dolor, de alegría o tristeza, que fluye desde mis pensamientos hasta mi mano y que la tinta o, en este caso las teclas convierten en composiciones liberadoras que hablan por mí.