miércoles, 29 de febrero de 2012

Los siete gatos.


Con este relato he querido hacer un homenaje a La piel que habitode
 Pedro Almodóvar, pues me ha servido de mucha inspiración escuchar 
su bso (merecido Goya para Alberto Iglesias) mientras lo escribía. 
Para el que no la haya visto aún, se la recomiendo encarecidamente.



Melissa tiene veinte años y acaba de sufrir el mayor engaño amoroso de la historia. 

Tras este hecho traumático, Melissa decide ir a una vidente; es algo que nunca haría pero tampoco pensó que llegara a necesitarlo tanto. 

La vidente (una típica señora que roza los sesenta y que lleva colgadas del cuello y las manos más joyas de las que puede sujetar), después de recibir una cantidad considerable de dinero, le dijo con voz chirriante, cual profecía, que pasaría siete años sola hasta que volviera a enamorarse, y que durante ese tiempo debería recoger, cada año, un gato de la calle, de color exclusivamente negro. 

Durante siete años Melissa lloró, recogió gatos y lloró con ellos; hasta que por fin conoció a ese alguien. 

Se llamaba Mefistófeles y era funcionario; tenía el pelo rojo y los ojos oscuros, aunque cambiaban con el clima y los estados de ánimo. 

Se conocieron en el parque, cuando Melissa se disponía a recoger su séptimo gato negro y que Mefistófeles estaba acariciando en ese momento. Ocurrió lo típico que podía haber ocurrido, un encuentro casual, un par de miradas, unas risas y un te quiero y quiero estar contigo toda la vida. 

Aquella noche la pasaron juntos; ella le enseñó sus gatos y él jugó con ellos. También cenaron salmón, al igual que los gatos; y después bebieron champán en el porche, a la luz de la luna llena. 

Entre burbujas y maullidos, Melissa y Mefistófeles se besaron apasionadamente, y se amaron toda la noche. 

Pero, inevitablemente, Mefistófeles despertó de su sueño. Melissa aún dormía, sobre la cama había al menos cinco gatos, los demás andarían buscando las sobras del salmón en la basura. 

Mefistófeles fue hacia la cocina y encendió una luz amarilla, muy fuerte y que iluminaba desde el centro toda la habitación; acarició los cuchillos, los había grandes, pequeños, cortos, largos, anchos, delgados, más afilados, menos afilados, cualquiera servía... 

Los gatos maullaban, eran casi las siete de la mañana y ya tenían hambre; se deslizaban junto a él, pasando entre sus piernas y reclamando ser alimentados. 

Entonces él se agachó y cogió al gato más cercano, que resultó ser el mismo que acariciaba la tarde anterior en el parque. 

Lo sujetó por las patas y, con un alicate metálico que cogió de la caja de herramientas comenzó a arrancarle las uñas, una a una, para después aprovechar de la piel adherida a las uñas y empezar a tirar hacia arriba, pata por pata, para después seguir con la piel del lomo hasta llegar a la cabeza y dejar la cola para el final. 

Así, gato por gato acabó desollándolos a todos. 


En ese mismo momento, Melissa se despertó sola en el dormitorio, oyendo a sus gatos llorar. Tendrán hambre, pensó.

Se levantó de la cama, el suelo estaba frío y olía a sangre; se puso su bata de terciopelo y fue hacia la cocina, sus siete gatos cada vez lloraban más y más, y ella corría por el pasillo, respirando sangre. 

Al llegar pudo ver a los siete gatos que yacían en un estanque rojo, semicircular y que habían dejado de llorar, pues el olor a sangre les había envenenado. 

Mefistófeles sostenía las siete pieles en su mano derecha, cogidas por las colas que hace unas horas bailaban de lado a lado y espantaban las moscas en verano. 

Melissa creía estar en un sueño y el charco se hacía más y más grande, hasta alcanzar sus pies desnudos, paralizados por el frío. 

Se fijó en Mefistófeles, quien parecía estar dormido, pues sus ojos estaban abiertos, pero no veían nada. Dejó el cuchillo sobre la mesa y se fue al dormitorio; colocó las pieles sobre la almohada, en el lado de Melissa y, poco a poco, las sábanas se fueron tiñendo de rojo. 

Melissa se puso los guantes de fregar los platos, cogió a sus siete gatos inertes y los metió en bolsas de basura, que dejó a la entrada del porche; después, de rodillas en el suelo y con la bata de terciopelo aún puesta, limpió toda la sangre y recogió las ciento doce uñas, que metió en una cajita de nácar. 

Antes de quitarse los guantes limpió el cuchillo, y después sus manos; y se fue a la cama, donde él dormía plácidamente. 

Las pieles seguían en la almohada, bajo su mejilla, aún podía sentir latir sus diminutos corazones. 

Mefistófeles no volvería a despertarse pues, mientras dormía Melissa colocó sobre su nariz un pañuelo cubierto de arsénico y que, sin saberlo él respiró hasta depositarlo en lo más hondo de sus entrañas para no volver a abrir los ojos nunca más. 

Melissa volvió a visitar a la vidente, y le contó lo sucedido. Y esta, como si de la mayor tragedia se tratase, le dijo: 

- !Eres una necia! Deberías haber sabido reconocer al hombre de pelo rojo que el destino puso en tu camino, pues el hecho de que matara a los gatos era la prueba de amor que necesitabas para saber que era él y no otro el que debías amar, y así con la muerte de cada felino, borraría de golpe siete años de dolor y sufrimiento. 

Melissa volvió a casa, llorando en silencio. El cuerpo de Mefistófeles aún seguía ahí, ya se desharía de él. 

Sin embargo, con las pieles no haría lo mismo; tomó hilo y aguja y tejió una pequeña manta con la que arroparse todas las noches, pues siete años son muchos y ella aprendió a amar a sus gatos más que a nada en el mundo.


viernes, 17 de febrero de 2012

Corazón/es


De nuevo las imágenes de Egon Schiele.


Muchacha sentada, 1911.

Como cada día, el señor Balaguer se queda hasta muy tarde trabajando. Hace casi treinta años que es forense y, como desde hace veinte es viudo, no le importa tener el turno de noche. 

El señor Balaguer roza los sesenta años; es de estatura más bien alta y complexión ancha, su pelo ya es más gris que negro y sus ojos, verdes. 

Al señor Balaguer le gusta mucho pasear durante el día, de hecho es lo único que hace desde que sale el sol hasta que se pone. 

Siempre procura almorzar en la misma cafetería, aunque todas le parecen iguales, con esas camareras de escote profundo y tacones lejanos; y después irse a pasear. 

Normalmente suele llevarse un libro, pues detesta los periódicos y prefiere las novelas de amor, siempre con final triste, como el de su vida. 

Cuando el sol se pone, a eso de las ocho en su ciudad, el señor Balaguer se va a trabajar. Es el forense más antiguo y el más respetado, por eso siempre exige trabajar sólo. 


La muerte y la muchacha, 1915-1916.

En la soledad de su trabajo no puede evitar, como cada día, recordar la ausencia de su mujer, Blanca, a la que él mismo tuvo que hacer la autopsia. 

Después de la pertinente investigación, la policía averiguó gracias a los datos del señor Balaguer, que a su mujer la habían violado y golpeado en la cabeza con un cenicero de cristal. 

Traumatismo craneoencefálico producido por objeto contundente. Más tarde se supo que el asesino era también el amante de su mujer. 

Es lógico pensar que el señor Balaguer tuviera después de esa noticia, odio hacia su adúltera mujer, pero no podía evitar pensar en ella de la forma más bella, por eso se limitaba a recordar el momento en que se conocieron, en aquella cafetería; plato del día: ensalada de marisco con gambas rebozadas, bebida y postre incluido, especialidad: cafés variados y pastel de cerezas. 

Aquella noche, la policía trajo al señor Balaguer el cadáver de una joven, que no llegaría a los dieciocho años. 



Muchacha muerta, 1910.

Según la ficha se llamaba Victoria; la habían asesinado esa misma tarde, a eso de las cuatro, junto a una cafetería del centro. 

El señor Balaguer solo tenía que buscar pruebas, y determinar la causa de la muerte, que parecía ser un navajazo en el vientre. 

Se puso su bata blanca e impecable, además de la mascarilla y los guantes de frío látex; entonces cogió el bisturí y, sin dudar, la abrió en canal. 

Parece increíble que, a pesar de haber descansado lo suficiente, al muy sobrio y experimentado señor Balaguer, le pareciera haber escuchado latir el corazón de la joven. 


Joven dormida, 1909.

En ese mismo inquietante instante, llega el detective que le entregó el cuerpo de la joven, con algunos de los objetos personales que encontraron junto a su cuerpo; y que pensó que podrían serle útiles para la investigación. 

En la mochila de Victoria había, además de las típicas posesiones de una adolescente, un bloc de notas de color corinto. El señor Balaguer sintió la necesidad de leerlo. 

“Hoy me han vuelto a despedir, nunca conseguiré el dinero suficiente para poder ser azafata de vuelo.
León me ha pedido matrimonio, aún no le he dicho que estoy embarazada, creo que ha encontrado en la basura el test de embarazo. 
Me han contratado en una cafetería del centro, junto al parque, empiezo a las ocho, estoy muy ilusionada, pero aún no le he respondido a León.
León me ha llamado, dice que necesita una respuesta, porque tiene que comprarse un traje decente para la ocasión, creo que está esperando a que le diga que ya estoy casi de tres meses. 
Hace ya una semana que trabajo en la cafetería y, todos los días, a las dos en punto, viene un hombre y se sienta a leer en la mesa de la esquina, la que está junto a la ventana. 
No sé por qué pero me da cierta vergüenza acercarme a él, me recuerda tanto a alguien... pero no sé a quien. 
Hoy he soñado con el hombre de la cafetería, comíamos pastel de cerezas en la mesa de la esquina, junto a la ventana. ” 


Desnudo con medias azules, 1912.

En la última página del diario hay un retrato masculino, firmado por Victoria. El hombre roza los sesenta años; es de estatura más bien alta y complexión ancha, su pelo es más gris que negro y sus ojos, verdes. 

Al cabo de unas horas de duro trabajo, el señor Balaguer demuestra que León, el novio de Victoria, cansado de esperar una respuesta de la joven, decide espiarla en el trabajo, y descubre su repentina fijación por un señor bastante mayor que ella, a quien cree su amante y culpable del embarazo.

León esperó a que Victoria saliera de trabajar, a eso de las 4 y le clavó una navaja en el vientre, haciendo imposible que ni ella ni su hijo se salvaran. 

Una vez finalizada la investigación y cerrado el caso, con León entre rejas, la policía se llevó el cadáver de la joven y, sin saber por qué, al señor Balaguer sigue pareciéndole oír no uno, sino dos corazones latir.


La madre muerta, 1910.

jueves, 9 de febrero de 2012

Entomología.


A quien desee leer este relato solo le diré que no se cierre, que abra su mente a nuevas 
posibilidades, pues no siempre es todo color de rosa y la vida tiene muchos caminos que, 
a veces se paran en los cruces más insospechados, y descubres que la felicidad puede 
existir, a tu manera. Espero que os guste de la forma que sea, para mí es de los relatos 
que llevo escritos y publicados, mi favorito.




En un terapia de grupo, donde personas anónimas acuden a curar sus heridas con el simple hecho de saber que hay otros aún más locos que ellos mismos... a eso de las siete y poco, ella y él se encuentran inesperadamente, como si llevaran toda la vida esperándose. 

Ella: Estoy aquí porque tengo una obsesión, no un problema. Y no es que quiera superarlo, no; solo compartirlo, y saber si hay en el mundo personas que le tengan tanto pánico a los insectos que disfruten matándolos: aplastándolos, amputándolos, quemándolos,... que hasta se exciten con ello. 

Obviamente ella se humedece solo con contar su historia... y ver las caras de la gente. Caras de rechazo, repugnancia e incluso placer. 

Él: No creo que tenga un problema, sino una obsesión. Y no, no quiero superarla, quiero compartirla, encontrar una sola persona en este mundo capaz de apreciar el grandísimo amor que siento hacia los insectos. 

Me excita el volar de una mariposa, el reptar de un gusano y el salto de una langosta. Me he masturbado mirando una fila de hormigas rojas rojísimas, o el planear de una libélula mediana color violácea, o acariciando la rígida piel de un escarabajo verde esmeralda. 

He pagado a prostitutas para que se colocasen alas de avispa, seis patas de mosca, ocho patas de araña... y he follado con ellas imaginando en el insecto del que iban vestidas, y me he corrido como un bicho. 

Obviamente él se excita solo con imaginar a todos esos bichos invertebrados, fríos y alados. 



Al final de la sesión, es inevitable el encuentro. 

Y él pregunta: ¿Te gustan las mariposas? 

Y ella responde: No me gustan las mariposas. 

Él: A mi me excitan las mariposas. 

Como si hubieran estado toda una vida riendo y llorando juntos, él coge su mano y ambos corren hacia el hotel más cercano. Piden la habitación más pequeña y oscura; abren el grifo de la bañera y dejan correr el agua hasta que el suelo se inunda unos cinco centímetros, entonces se descalzan y se miran ardientemente, pero sin tocarse. 

Él se inclina ante ella, a la altura de sus rodillas, y empieza a lamer sus pies mojados, para después lamer sus manos aún secas. 

Ella le extiende sobre la cama, limpia e impecable, pero húmeda por el vapor del agua. Ya sin ropa las manos se encuentran, las lenguas se conocen, los sexos se humedecen y endurecen... 

Pero entonces, casi previa a la primera penetración surge la inevitable pregunta: ¿Qué insecto quieres ser? 

Una mantis, una mantis religiosa de color verde grisáceo, fría y dura. 

Y, como si de un bosque lluvioso se tratase, el vapor niebla los cristales mientras el rumor del agua disimula el sonido estremecedor de la más dulce de las muertes.


jueves, 2 de febrero de 2012

Lirio.




Amanece y Flor sale al porche de su bonita casa. Se ha puesto una rebeca pues acaba de empezar el otoño y a las siete de la mañana hace demasiado frío para ir en camisón. 

Las hojas de los árboles no caen a esa hora, deberá esperar a las siete de la tarde, cuando llega él, con un ramo de lirios. 

Flor se queda esperando en el porche durante todo el día, como cada día, a que él aparezca a lo lejos, en su vieja furgoneta cubierta de barro en las llantas; después aparca bajo la acacia y sale del coche con los zapatos sucios, una sonrisa en el rostro y un ramo de lirios en la mano izquierda. 

Se acerca hacia Flor, sin dejar de mirarla fijamente hasta que llega al primer escalón del porche, donde ella espera junto a la puerta, en camisón y con su rebeca de punto azul. 

Él se para en el escalón, tan solo hay un par de metros entre los dos, pero se miran como si estuvieran unidos místicamente. Él siempre espera unos siete segundos, a que ella corra hacia él y lo abrace con mucha fuerza, pero sin pronunciar palabra alguna. 

Al día siguiente Flor se despierta sola en la cama, faltan unos minutos para las siete y el viento sopla y se filtra a través de la ventana del dormitorio, desde donde se puede oír cómo él arranca la furgoneta junto a la acacia para irse a trabajar, hasta las siete de la tarde. 

En la habitación aún huele a él, por eso Flor se niega a hacer la cama, pues los pliegues de las sábanas que él ha debajo en su lado de la cama han formado la silueta de un corazón. 



Como siempre se prepara un café bien cargado y se sienta en el porche a esperar, con su rebeca de punto azul. En el jarrón del salón hay un ramo de lirios, blancos blanquísimos. 

Flor se duerme y sueña un día en que él no tenga que irse a trabajar y los dos permanezcan juntos en la cama durante varios días, sin comer ni dormir, solo mirándose fijamente a los ojos. 

Un ruido la despierta, no es él, es la lluvia. Empieza a llover con tanta fuerza que Flor teme que las llantas de la furgoneta se llenen aún más de barro y él no pueda llegar a casa esa tarde. 

Junto a las gotas de lluvia y al viento aparecen las hojas de la acacia, que se va desnudando a medida que entra cada vez más el otoño. Un búho ha confundido el día con la noche y sale a cantar, pero Flor no está tranquila; se pone sus botas, se abrocha su rebeca y sale del porche, sale corriendo pero no sabe qué dirección tomar, pues nunca quiso saber donde trabajaba él, prefería centrarse en las pocas horas que permanecía junto a ella por la noche, demasiado cansado para estar despierto y abrazarla, por eso cada vez le traía un ramo de lirios. 

Cada vez llueve más fuerte y Flor siente frío, sabe que él no volverá pues ya son más de las siete y nadie aparece. 

Se acabaron los largos abrazos a la entrada del porche, su beso antes de dormir, el roce de sus pies bajo las sábanas, su olor por la mañana cuando ya se había ido, los ramos de lirios... 



Flor siente mucho frío y ya no puede correr más, aunque tampoco puede parar de hacerlo. Pero entonces una mano la alcanza por detrás, deteniendo su paso y cubriéndola de calor. 

- ¿Qué haces corriendo con este tiempo? 

Flor se vuelve y una señora vestida de blanco la coge amablemente de la mano y la lleva de nuevo al porche. 

- ¿Por qué corrías?

- Tenía que encontrarle, seguro que la furgoneta se quedó atrapada en el barro y por eso él aún no ha llegado, porque son más de las siete y él siempre llega a las siete. 

- Con un ramo de lirios, lo sé. Siempre la misma historia pero, ¿me puedes decir cómo se llama él?

- Nunca se lo he preguntado, prefiero no saberlo, no quiero saber nada, solo que él vendrá a las siete: aparcará la furgoneta bajo la acacia, se acercará hacia mí y se quedará unos segundos mirándome fijamente, hasta que ya no puedo más y corro a abrazarlo, entonces me da un ramo de lirios, que yo coloco en un jarrón verde que hay en aquella mesa de allí. Después él se va a cenar, hoy le he preparado huevos con espárragos; mientras yo limpio el barro de las llantas de la furgoneta y, como hace frío él me saca la rebeca azul de punto, mi favorita. Después nos vamos a la cama y me sonríe cuando le enseño el corazón que dejó dibujado en las sábanas antes de irse a trabajar. Entonces me da un beso en los labios, muy suave, y se duerme. Siempre que me despierto ya se ha ido... 

- Bueno, creo que es hora de que te vayas a dormir que es tarde y debes descansar después de haber estado toda la tarde corriendo. 

La señora de blanco apaga la luz y cierra la puerta de la habitación, no sin antes dejar un vaso de agua y una pastilla en la mesita de noche. 

- Si le ves llegar dile que siento no esperarle en el porche, que se tome pronto la cena. Ah, y que deje los lirios sobre la mesa.


Esta última imagen es un dibujo que realicé, sobre papel y a bolígrafo, el pasado noviembre.