sábado, 24 de marzo de 2012

Felicidades señor Monzó.




Hoy, día 24 de Marzo de 2012, tengo el honor de felicitar al señor Quim Monzó por su 60 cumpleaños.

Pero esta entrada no es sólo para felicitarle, sino para darle las gracias, pues es por sus libros por lo que empecé a escribir y, desde que le "conozco", decidí que de mayor, quería ser escritora.

Sus relatos han acompañado todas mis tardes de soledad desde enero de 2010, cuando descubrí entre los libros de mi padre una de sus novelas, la primera que puse en mis manos.

Estaba yo una tarde revisando un pedido de libros de segunda mano, de los que mi padre hace cada cierto tiempo, cuando uno de ellos me llamó realmente la atención: era de color violáceo y se titulaba: "La magnitud de la tragedia", cuya portada es, al igual que todas las de Monzó (como descubriría más tarde) del pintor Mark Tansey. 



Instintivamente le di la vuelta al libro, para revisar la sinopsis y dejarlo sobre la mesa, como hacía siempre con todos los libros de mi padre; pero esa vez fue diferente:

"Un trompetista consigue, finalmente, el sueño que ha acariciado durante semanas: salir con la vedette del teatro donde trabaja. [...] ...al trompetista le sobreviene una erección tremenda, permanente, que no cesará en toda la novela".

Obviamente, esas palabras llamaron mi atención y pensé que, de entre tantos libros, mi padre no echaría en falta aquel de tan reducido tamaño.

Decidí leerlo a escondidas, para no tener que dar explicaciones; al principio por la curiosidad, pero después descubrí en esta novela corta de Monzó, el tipo de narración para mí, más perfecta.

Sobre Quim Monzó se dice, (para no ser yo la única que hable):

"Se ha convertido en el indiscutible primer escritor de su generación, en lengua catalana".

"La crítica europea relaciona a Quim Monzó con Kafka, Borges y Rabelais".

"Monzó es un escritor que mezcla dos registros: uno que podríamos denominar realista y lírico; otro, fantástico y grotesco. Como Navokov, Monzó tiene un virtuosismo que le permite jugar desesperadamente con las palabras, y una dolorosa lanza de acero que perfora la máscara de sus brillantes bromas".
Le Monde, París.


Como era de esperar, mi padre me descubrió cuando casi había terminado el pequeño librito, y le pregunté si tenía más; para mi suerte, mi padre buscó en la estantería dos de sus libros de relatos que, según me dijo, era el género que mejor sabe llevar el autor catalán.

Dediqué todo un verano a leer: "El mejor de los mundos" y "Ochenta y seis cuentos".

Quedé aún más maravillada que con el primero que leí, la novela corta.

Pude apreciar cómo este señor es capaz de, escribiendo un relato de una sola frase, tenerte un día entero pensando en lo leído.

Ya que ochenta y seis relatos son muchos y, sabía que algún día querría releerlos, decidí guardar en el libro, a modo de marca páginas, una hoja de papel, con una lista de todos los relatos y una especie de puntuación personal para saber cuáles me habían gustado más, cuáles habría de releer, cuáles recomendar...

Después le seguirían "Mil cretinos", de nuevo un libro de relatos, y después, "Gasolina", otra novela corta; libros que yo adquirí en una macrolibrería del centro y que, después de estos ya mencionados, ya no volví a ver otro libro de Quim Monzó, pues hay gran parte de su obra que aún no ha sido traducida del catalán.

Por suerte, leí en una de sus muchas biografías de internet, que Quim Monzó publica cada día una columna en el diario catalán La Vanguardia, que desde entonces leo siempre que puedo. 



Pero es frío, muy frío el contacto con la pantalla rectangular, prefiero mil veces acariciar el lomo de sus libros, pasar sus rugosas páginas con olor a celulosa, o a flores (adoro esconder flores en los libros) y, hacer lo que instintivamente hago cada vez que termino un libro que me ha llegado al alma: cerrarlo, abrazarlo y sonreír en soledad mientras lo devuelvo a la estantería, muy segura de que volveré a leerlo en un futuro no muy lejano.

En una ocasión llegué a preguntar a mi padre, lector empedernido donde los haya:


"¿Has leído alguna vez a algún autor que te hiciera pensar que su obra estaba dedicada a ti?"


Mi padre se rió y dijo: "Puede que me pasara eso a tu edad".


Me sentí ridícula con su respuesta pero, entre nosotros, aún sigo pensando que las obras de Quim Monzó están unidas a mí místicamente.


Supongo que a todos nos habrá pasado, y que, como mi padre, habrán tenido a lo largo de su vida decenas de escritores favoritos, según la etapa por la que uno esté pasando.


Pero yo solo sé que jamás olvidaré a Quim Monzó, pues fue a partir de él cuando yo empecé a escribir y espero no parar nunca.

Para quien quiera conocer un poco más a mi escritor favorito, no le recomiendo internet: vaya a las librerías y haga como yo; lea primero los títulos, mire la portada, si se trata de una pintura mírela aún más, y no se quede en la sinopsis, ábralo y guarde flores en él, así viven los libros, así se determina su esencia, si no abrimos los libros los estamos condenando a morir sin ser leídos pero, por suerte, ellos viven mucho más que nosotros.




A continuación les dejo información de Quim Monzó, pues yo en esta entrada no trataba de hablar tanto de su vida, sino describirles lo que siento cada vez que abro uno de sus libros.

Además de sus novelas cortas, sus relatos, artículos y demás, cuenta con un gran número de premios y reconocimientos.

Y en dos ocasiones, el también director catalán Ventura Pons, ha llevado a la gran pantalla dos películas a modo de cortometrajes que encajan perfectamente con los relatos de Quim Monzó, yo he tenido la suerte de poder ver la primera pero, a pesar de ser una gran amante del cine, prefiero imaginar sus disparatados personajes.


* "El por qué de las cosas", 1994.


"Friso minimalista en quince episodios sobre el comportamiento humano (deseo, sumisión, amor, celos, sensatez, honestidad, sinceridad, pasión, fe...) situado entre dos historias fantásticas sobre la voluntad y la duda. Basada en relatos cortos de Quim Monzó".
Filmaffinity.


* "Mil cretinos", 2011.


"Quince historias contemporáneas de Quim Monzó en las que, con un humor sarcástciso y sin concesiones, se hace balance del dolor, la vejez, la muerte y el amor, pero sobre todo de la estupidez humana".
Filmaffinity.


Aquí dejo una de sus muchas entrevistas, por el programa Página 2, donde tenemos el placer de oír a Quim Monzó recitar, con su estupenda voz, el principio de uno de sus relatos: "El amor es eterno" en "Mil cretinos", página 23.




No sé si llegará a leer esto algún día pero: Felicidades señor Monzó, que cumpla muchos más y, por favor, no deje nunca de escribir.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Elisabeth, la virgen shakespeariana.



Desde que era muy pequeña, a Elisabeth siempre le había gustado leer. 

Su padre, Ernesto tenía en casa una pequeña biblioteca que servía de entretenimiento a la pequeña niña, huérfana de madre. 

Al principio le leía La isla del Tesoro, y después La Tempestad, de Shakespeare.

- “Cuando seas mayor, irás a la Universidad de Londres, allí podrás leer todos los libros que quieras. Y estudiarás, y llegarás a ser una gran escritora, como yo”. 

Por supuesto, cuando su padre murió de tuberculosis, ella perdió todas sus posesiones y el privilegio de poder estudiar.

Cuando el forense se llevó el cadáver de su padre y los policías sus pertenencias, ella consiguió quedarse con algunos de sus libros de Shakespeare. 

Pensó que se volvería loca tras la muerte de su padre, cual Ophelia con flores, solo que ella no tenía flores. 

En invierno, las laberínticas calles de Londres eran muy peligrosas para cualquier niña, llenas de delincuencia, prostitución y suciedad. 

Para sobrevivir en ese crudo escenario, se dedicó a mendigar entre el humo y las alcantarillas, cual Cerillera. Gastó el poco dinero que heredó de su padre en unos mendrugos de pan. Cada vez hacía más frío y el hambre la consumía. 


Cambió los libros de su padre por unas flores para venderlas por la calle, pero todas se marchitaban al llegar la noche. 

Poco a poco empezó a olvidar lo que le enseñó su padre; en ocasiones intentaba descifrar la grafía de los carteles de los bares y tabernas, manchados por el polvo y la nieve. 

Los días pasaban y cada vez estaba más sucia, sola y hambrienta. 

Una fría noche de invierno, cuando casi caía desmayada, un señor bien vestido, con sombrero, bigote y bastón, la recogió del sucio y mojado suelo. 

Cual Eliza Doolittle, este hombre la llevó consigo y la convirtió en su protegida. 

La ayudó a recordar todas las letras del abecedario y le prometió su ingreso en la Universidad si pasaba una temporada con él en su casa, aprendiendo a vestirse y comportarse como toda una dama londinense. Ella aceptó encantada, aquel caballero era tan apuesto... 

Pasaron los días y el caballero la cubrió de joyas y de sedas, además de dejarle entrada libre a su enorme biblioteca, donde leyó todas las noches Romeo y Julieta, libro que su padre le leía cuando era niña y que tuvo que vender para poder comer. 

Ella esperaba que en cualquier momento el caballero pidiera su mano. Los días pasaban y él cada vez estaba más inquieto, incluso la espiaba en el baño. 


Elisabeth se sentía cada vez más incómoda con su presencia, hasta que un día intentó forzarla. 

Se ve que su petición de pasar unos días con él, se refería más bien a pasar las noches con él. 

El caballero había pactado con su mejor amigo, otro señor estirado pero sin bigote, de mirada fría y penetrante, que recogería alguna joven virgen de la calle para hacerla pasar por una dama de la alta sociedad y así, ennoblecida, se la llevaría al dormitorio, donde ambos caballeros compartirían su frágil virginidad. 

Elisabeth huyó de la mansión en cuanto pudo, contando al menos con siete golpes en brazos y piernas.

Sin joyas, sin seda, sin libros y sin esperanza, Elisabeth volvía a vagar por las calles de Londres; ya comenzaba la primavera, acababa de cumplir 17 años, y se dio cuenta de cómo la miraban los hombres. 

Ya más de algún caballero, confundiéndola con una prostituta, le habían ofrecido altas cantidades de dinero, por lo que ella empezó a replantearse vender su cuerpo al mejor postor.


Se anunciaba como Julieta, pero otras veces era Ophelia o Miranda, la virgen shakespeariana, pues la mayoría de los hombres preferían a las jovencitas que aún estaban intactas. 

Incluía en sus encuentros sexuales, por un precio un poco más elevado, intervenciones teatrales donde interpretaba los papeles de las protagonistas de las obras de Shakespeare, pues su sueño no era ser escritora, como su padre, sino actriz de teatro, e interpretar grandes obras como La Tempestad. 

A veces llegaba a sentirse como una Alicia en el país de las maravillas, que cambiaba de pequeño a grande no su cuerpo, sino el tamaño de los hombres que pagaban por verla danzar y recitar sobre un colchón demasiado usado. 

Cada vez era más bella; no quería seguir creciendo, deseaba poder ser retratada algún día por un famoso pintor prerrafaelita, y que envejeciera la imagen del cuadro en vez de ella, para así poder ser siempre joven y bella. 


O también podía encandilar al inventor de la máquina del tiempo, y viajar juntos al futuro y al pasado, y ver los avances que la Revolución Industrial traía consigo, para terminar en una terrible Guerra de los Mundos. 

Algunos de sus clientes más adinerados, le pedían sesiones orgiásticas de vampirismo, sangre y sadomasoquismo. 

Pero esto llevó consigo que en muchas ocasiones fuera tratada violentamente y golpeada, ya que la mayoría de los hombres que buscaban sus favores acudían ebrios a su encuentro. Muchos de ellos eran hombres invisibles, cubiertos de vendas. 

El sexo, el opio, las joyas... ya no la satisfacían, estaba cansada de actuar para hombres que sólo querían ver su cuerpo desnudo. 

En pocos meses ya casi tenía el dinero suficiente para marcharse de Londres; iría a París, para ser actriz de teatro, y alejarse de tanto opio. 

Una noche, mientras hacía su pequeña maleta con los modestos vestidos que le regalaban algunos de sus amantes y que utilizaba para sus representaciones, llegó uno de sus clientes fijos, un estudiante de medicina, de mediana edad y con expresión siempre triste. 

Se dio cuenta de que ella se marchaba y le pidió que pasara su última noche en Londres con él, ya que estaba perdidamente enamorado de ella y sabía que nunca aceptaría su mano. 


Aquella mañana, los periódicos anunciaron la muerte de una joven prostituta, que había sido degollada y destripadas sus vísceras, entre sus pertenencias se encontraron varios vestidos, un par de collares, algo de dinero y libros de Shakespeare. 

A partir de aquella noche de primavera de 1888, se sucedieron los crímenes de cuatro prostitutas más en las calles de Londres. Ni el mismísimo Sherlock Holmes logró atrapar nunca al asesino, que la prensa llamó Jack el Destripador. 

Tal vez fuera un misántropo, como Mr. Hyde, y tuviera una doble personalidad. 

Tal vez amara realmente a Elisabeth, pero si era así, su álter ego la odiaba a más no poder. 

En la sala de autopsias estuvo el pintor John William Waterhouse, muy buen amigo del forense y que buscaba entre los cadáveres de la sala, alguno que pudiera servirle para su nueva obra. 

Inevitablemente quedó prendado de la belleza de la joven Elisabeth, y la tomó como modelo para realizar su “Ophelia muerta” un año después. 

Así, a través de la obra del prerrafaelita Waterhouse, Elisabeth pudo interpretar en muerte a Ophelia, su personaje shakespeariano favorito, y para toda la eternidad.


"Ophelia" de John William Waterhouse, 1889.

jueves, 8 de marzo de 2012

La Venus del Espejo.




Desde que era niña, Venus ha visto pasar gran parte de su vida ante el espejo. 

Frente a la lámina especular dio sus primeros pasos y, como toda niña de pocos meses, no supo reconocerse ante su propia imagen cuando aprendió a avanzar un pie y después el otro. 

A medida que fue creciendo, pasaba más y más horas delante del espejo; siempre se iba sola, quizás influya el hecho de que fuese hija única y sus padres siempre trabajaran. 

Las horas que no estaba en el colegio, las pasaba ante su reflejo, viéndose jugar primero con muñecas, después con puzzles y por último con libros; adoraba verse haciendo todo tipo de cosas, incluso uno de sus mayores placeres, comer chocolate. 

Le gustaba ver el gesto de placer en su cara cuando olía, mordía y lamía el chocolate, y esa increíble sensación al tragarlo, pero después todo se acababa. 

Pasaron unos años y a Venus aún le gustaba estar ante su espejo, pero ya no perdía el tiempo jugando ni comiendo, ahora era su imagen la que la obsesionaba. 

Como toda adolescente, adoraba simplemente observarse durante horas, había memorizado cada lunar, cada mancha de su cuerpo, había calculado miles de veces la distancia que había entre sus ojos, y si era proporcional a la de su nariz y boca, por todo eso de la proporción áurea y que si tenía la cara en armonía y que si sus facciones eran perfectas...

Era una chica bastante normal, ni muy bella ni tampoco desagradable, pero había algo que la hacía especial, y era su gran capacidad de observación, su memoria fotográfica, el poder retener cada detalle... tanto que se sabía su imagen de memoria. 

El tiempo que pasaba en otros lugares se le hacía eterno, y siempre intentaba buscar algún espejo por la ciudad; a veces entraba en los probadores de las tiendas con un vestido que ni se probada, lo único que hacía era observarse, hasta que oía que cerraban la tienda y se marchaba, sin el vestido por supuesto.



Cada escaparate, ventana de un automóvil, cuchara de una cafetería, en cada lugar era capaz de encontrar algo en lo que ver su rostro reflejado y así poder verse durante horas..., horas que para ella eran efímeras. 

El enorme espejo de su habitación era testigo de tantos tipos de pecados..., no sólo el hecho de atiborrarse de chocolate, uno de sus mayores vicios, sino el momento en el que Venus descubrió un lugar en su cuerpo que le hacía sentir mucho más placer que el chocolate. 

Era capaz de pasar días enteros acariciándose, pero más que eso, le gustaba ver su cara, sus gestos, la manera que tenía de echar su cuerpo hacia atrás, de pasar su lengua involuntariamente entre sus labios, la forma en que se erizaban sus pezones y todos los vellos de su cuerpo despertaban de un sueño profundo y el cerrar de sus ojos en el momento álgido... 

En esta época y tras muchos años de soledad, debidos a la prematura muerte de sus padres, Venus pronto conoció a alguien. Fue en uno de sus paseos otoñales, pues odiaba salir durante las estaciones fuertes, para ella el verano y el invierno era mejor pasarlos delante del espejo. 

Por eso prefería ir a pasear cuando las flores empezaban a salir y las hojas, al contrario, se iban cayendo. 

Él estaba en el parque, leyendo un libro. Se llamaba Diego. 

Se sentó junto a él como si se conocieran de toda la vida. 

-Hola, le dijo Venus con toda la naturalidad con la que saludas a tu propio reflejo. 

-Hola, ¿cómo te llamas?, le preguntó él más sorprendido por su dulce aspecto que por su repentina irrupción. 

-Venus, le contestó con total normalidad.

-¿Conoces el cuadro de la Venus del espejo de Velázquez?

-No, dijo ella.

-La imagen de su rostro en el espejo está difusa, Velázquez no quiso que se la reconociera, pues como modelo para esa Venus tomó a su amante. 

-A mí me encanta mirarme en el espejo, le dijo ella con una sonrisa.



Sin pensárselo dos veces, Diego y Venus se dieron la mano y ambos corrieron a casa de ella. 

Nada más abrir la puerta comenzaron a besarse, y una cosa llevó a la otra. 

Diego y Venus se amaron toda la noche, y el espejo fue el único y mudo testigo de lo bella que puede ser la vida en compañía. 

Por supuesto se fueron a vivir juntos, se casaron, y se juraron amor eterno. 

Y él siguió hablándole de arte y ella cocinaba para él, y pasaban las horas mirándose, aunque ella no olvidó del todo su obsesión por los espejos. 

Hubo una ocasión en la que, como todas las tardes, Diego estaba trabajando y Venus le esperaba en casa con una gran sorpresa: se había pasado toda la tarde recubriendo la casa de espejos, por todas las paredes, en el techo, en el suelo... estaba tan ilusionada que ni siquiera se dio cuenta de la expresión de pánico que puso Diego al entrar en casa.



Como en cada matrimonio, ciertas discusiones hacían más frías las noches en las que dormían separados, uno junto al otro pero sin decir nada, sin tocarse... pasaban los meses y Diego cada vez la miraba menos... 

Venus intentaba evitar mirarse al espejo, pues cada vez se reconocía menos; los lunares y manchas que memorizó en su adolescencia, se habían triplicado, y su pelo había perdido el brillo que tenía con quince años, ya no era la misma del espejo. 

Pronto supo que, al igual que Velázquez, Diego también tuvo amantes, y eso Venus no pudo soportarlo. 

Terminó por echarlo de casa, prefería vivir sola su vejez y que nadie más viera esas arrugas que se convertían en surcos infinitos que atravesaban todo su cuerpo como si de un río se tratase. 

Los años pasaban, pero Venus intentó serle fiel a su único amigo, el espejo. 

Ya resultaba imposible memorizar ese rostro que cada día era más viejo, pero a Venus se le ocurrió una idea.  

Después de despedirse de su único amigo en la vida, rompió el espejo, cogió el trozo más grande y afilado que encontró, y desfiguró su cara, para poder ser siempre un mero reflejo de La Venus del espejo.