miércoles, 21 de marzo de 2012

Elisabeth, la virgen shakespeariana.



Desde que era muy pequeña, a Elisabeth siempre le había gustado leer. 

Su padre, Ernesto tenía en casa una pequeña biblioteca que servía de entretenimiento a la pequeña niña, huérfana de madre. 

Al principio le leía La isla del Tesoro, y después La Tempestad, de Shakespeare.

- “Cuando seas mayor, irás a la Universidad de Londres, allí podrás leer todos los libros que quieras. Y estudiarás, y llegarás a ser una gran escritora, como yo”. 

Por supuesto, cuando su padre murió de tuberculosis, ella perdió todas sus posesiones y el privilegio de poder estudiar.

Cuando el forense se llevó el cadáver de su padre y los policías sus pertenencias, ella consiguió quedarse con algunos de sus libros de Shakespeare. 

Pensó que se volvería loca tras la muerte de su padre, cual Ophelia con flores, solo que ella no tenía flores. 

En invierno, las laberínticas calles de Londres eran muy peligrosas para cualquier niña, llenas de delincuencia, prostitución y suciedad. 

Para sobrevivir en ese crudo escenario, se dedicó a mendigar entre el humo y las alcantarillas, cual Cerillera. Gastó el poco dinero que heredó de su padre en unos mendrugos de pan. Cada vez hacía más frío y el hambre la consumía. 


Cambió los libros de su padre por unas flores para venderlas por la calle, pero todas se marchitaban al llegar la noche. 

Poco a poco empezó a olvidar lo que le enseñó su padre; en ocasiones intentaba descifrar la grafía de los carteles de los bares y tabernas, manchados por el polvo y la nieve. 

Los días pasaban y cada vez estaba más sucia, sola y hambrienta. 

Una fría noche de invierno, cuando casi caía desmayada, un señor bien vestido, con sombrero, bigote y bastón, la recogió del sucio y mojado suelo. 

Cual Eliza Doolittle, este hombre la llevó consigo y la convirtió en su protegida. 

La ayudó a recordar todas las letras del abecedario y le prometió su ingreso en la Universidad si pasaba una temporada con él en su casa, aprendiendo a vestirse y comportarse como toda una dama londinense. Ella aceptó encantada, aquel caballero era tan apuesto... 

Pasaron los días y el caballero la cubrió de joyas y de sedas, además de dejarle entrada libre a su enorme biblioteca, donde leyó todas las noches Romeo y Julieta, libro que su padre le leía cuando era niña y que tuvo que vender para poder comer. 

Ella esperaba que en cualquier momento el caballero pidiera su mano. Los días pasaban y él cada vez estaba más inquieto, incluso la espiaba en el baño. 


Elisabeth se sentía cada vez más incómoda con su presencia, hasta que un día intentó forzarla. 

Se ve que su petición de pasar unos días con él, se refería más bien a pasar las noches con él. 

El caballero había pactado con su mejor amigo, otro señor estirado pero sin bigote, de mirada fría y penetrante, que recogería alguna joven virgen de la calle para hacerla pasar por una dama de la alta sociedad y así, ennoblecida, se la llevaría al dormitorio, donde ambos caballeros compartirían su frágil virginidad. 

Elisabeth huyó de la mansión en cuanto pudo, contando al menos con siete golpes en brazos y piernas.

Sin joyas, sin seda, sin libros y sin esperanza, Elisabeth volvía a vagar por las calles de Londres; ya comenzaba la primavera, acababa de cumplir 17 años, y se dio cuenta de cómo la miraban los hombres. 

Ya más de algún caballero, confundiéndola con una prostituta, le habían ofrecido altas cantidades de dinero, por lo que ella empezó a replantearse vender su cuerpo al mejor postor.


Se anunciaba como Julieta, pero otras veces era Ophelia o Miranda, la virgen shakespeariana, pues la mayoría de los hombres preferían a las jovencitas que aún estaban intactas. 

Incluía en sus encuentros sexuales, por un precio un poco más elevado, intervenciones teatrales donde interpretaba los papeles de las protagonistas de las obras de Shakespeare, pues su sueño no era ser escritora, como su padre, sino actriz de teatro, e interpretar grandes obras como La Tempestad. 

A veces llegaba a sentirse como una Alicia en el país de las maravillas, que cambiaba de pequeño a grande no su cuerpo, sino el tamaño de los hombres que pagaban por verla danzar y recitar sobre un colchón demasiado usado. 

Cada vez era más bella; no quería seguir creciendo, deseaba poder ser retratada algún día por un famoso pintor prerrafaelita, y que envejeciera la imagen del cuadro en vez de ella, para así poder ser siempre joven y bella. 


O también podía encandilar al inventor de la máquina del tiempo, y viajar juntos al futuro y al pasado, y ver los avances que la Revolución Industrial traía consigo, para terminar en una terrible Guerra de los Mundos. 

Algunos de sus clientes más adinerados, le pedían sesiones orgiásticas de vampirismo, sangre y sadomasoquismo. 

Pero esto llevó consigo que en muchas ocasiones fuera tratada violentamente y golpeada, ya que la mayoría de los hombres que buscaban sus favores acudían ebrios a su encuentro. Muchos de ellos eran hombres invisibles, cubiertos de vendas. 

El sexo, el opio, las joyas... ya no la satisfacían, estaba cansada de actuar para hombres que sólo querían ver su cuerpo desnudo. 

En pocos meses ya casi tenía el dinero suficiente para marcharse de Londres; iría a París, para ser actriz de teatro, y alejarse de tanto opio. 

Una noche, mientras hacía su pequeña maleta con los modestos vestidos que le regalaban algunos de sus amantes y que utilizaba para sus representaciones, llegó uno de sus clientes fijos, un estudiante de medicina, de mediana edad y con expresión siempre triste. 

Se dio cuenta de que ella se marchaba y le pidió que pasara su última noche en Londres con él, ya que estaba perdidamente enamorado de ella y sabía que nunca aceptaría su mano. 


Aquella mañana, los periódicos anunciaron la muerte de una joven prostituta, que había sido degollada y destripadas sus vísceras, entre sus pertenencias se encontraron varios vestidos, un par de collares, algo de dinero y libros de Shakespeare. 

A partir de aquella noche de primavera de 1888, se sucedieron los crímenes de cuatro prostitutas más en las calles de Londres. Ni el mismísimo Sherlock Holmes logró atrapar nunca al asesino, que la prensa llamó Jack el Destripador. 

Tal vez fuera un misántropo, como Mr. Hyde, y tuviera una doble personalidad. 

Tal vez amara realmente a Elisabeth, pero si era así, su álter ego la odiaba a más no poder. 

En la sala de autopsias estuvo el pintor John William Waterhouse, muy buen amigo del forense y que buscaba entre los cadáveres de la sala, alguno que pudiera servirle para su nueva obra. 

Inevitablemente quedó prendado de la belleza de la joven Elisabeth, y la tomó como modelo para realizar su “Ophelia muerta” un año después. 

Así, a través de la obra del prerrafaelita Waterhouse, Elisabeth pudo interpretar en muerte a Ophelia, su personaje shakespeariano favorito, y para toda la eternidad.


"Ophelia" de John William Waterhouse, 1889.

4 comentarios:

  1. Me ha gustado la implicación de la imagen con el texto especialmente en este relato

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  2. Hola.

    Muy entretenido y, sobre todo, muy muy currado tu relato para llevarnos a esa época y tantear, casi de puntillas, a tantos personajes reales y ficticios.

    Y muy bien enlazado con el asunto de Waterhouse.

    Estupendo trabajo.

    Saludos cordiales.

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  3. Me encanta este relato y las imágenes que has utilizado para el, muy bueno como has enlazado la historia con los casos de Jack el destripador y el nombramiento de tantos personajes. Me gusta que al final la protagonista llegara a su sueño, aunque fuese después de la vida, lo consiguió.

    Un saludo¡¡

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  4. Un poco caótico a ratos, pero ha sido un final muy bien hilado con el cuadro de Waterhouse y Jack el destripador.

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