martes, 8 de mayo de 2012

Espíritus que son ángeles.

Todas las imágenes son de Edward Munch.


Hace ya unos años, murió mi abuela paterna, a la cual estaba muy unida. 

El mejor recuerdo que conservo de ella es el olor de sus polvos para la cara al entrar en su habitación. 

Y aún recuerdo el tacto de sus manos, las típicas manos de una señora de ochenta y muchos, haciéndome cosquillas en el sofá. 

Cuando llegaba a casa después de meses sin vernos, ambas nos abrazábamos muy fuerte y, cada año yo estaba más alta y ella más baja, era como verse reflejada en un espejo inverso. 

Desde siempre he adorado mirar sus fotos en blanco y negro, de recién casada, cuando antes las mujeres se casaban sin haber cumplido los veinte. Era preciosa. 

Siempre que mi padre nos regañaba a mi hermano y a mí ella nos defendía.


Recuerdo un día que mi padre y mi abuela discutían en la cocina y yo, sorprendida de verlos en esa situación, me quedé a escuchar tras la puerta, pero sin poder oír nada. 

Cuando mi padre me descubrió se enfadó mucho, ni siquiera hoy soy capaz de preguntarle sobre qué podían estar discutiendo. 

Pero la muerte de mi abuela no fue la primera: 

Primero fue mi abuelo, cuando mi padre tenía apenas doce años, por supuesto no llegué a conocerlo. 
Solo sé que era pastelero y que hacía un hojaldre buenísimo, palabras de mi padre. 

Muchos años después, mi tía (la hermana mayor de mi padre) enfermó. 

Al estar ella tan lejos, todo era surrealista. Para mí seguía estando viva, y vendría a visitarnos en verano, y nos traería esos regalos tan especiales que solía traer; como aquel día que mis padres pensaron darle la noticia de que esperaban un tercer hijo y ella, sin saberlo le llevaba a mi madre una preciosa piedra rosa (rodocrosita) que, curiosamente era la protectora de las embarazadas.


Sí, sufrió mucho. Y no, no hay nada peor para una madre que enterrar a su hija. Mi abuela ya no era la misma, tanto que ella también cayó enferma. 

Cada día que pasaba estaba más débil. Intentábamos que viniera a la mesa a comer con nosotros, pero inevitablemente, ella prefería quedarse en la cama. Su habitación se convirtió en su casa.

La cosa se empezó a poner peor, y mis tíos y primos vinieron de muy lejos a verla, (o a despedirse).

Jamás olvidaré las palabras de mi madre que, al ser la hija mayor me decía: “Cuando yo te lo diga, coge a tus hermanos y te los llevas de la casa, no quiero que veáis a tu abuela morir”. 

Los días pasaban y ella ni siquiera reconocía a mi padre (su hijo) cuando iba a ver cómo estaba.

Los médicos sabían que era cáncer, pero uno tan avanzado que era mejor dejarla morir tranquila en casa con su familia, que atormentarla con pruebas innecesarias. 

Cada vez que llegaba del instituto temía lo peor; hasta que un día, en vez de abrirme la puerta mi madre, lo hizo mi tía, no hicieron falta las palabras (“Paloma, cariño, tu abuela se ha ido al cielo”).


Intenté mantener la compostura, pero antes de ir a lavarme las manos para comer, lloré en mi habitación, sentada en la cama. A veces no piensas que la muerte era lo mejor que podía pasar. 

No piensas que tu abuela ha dejado de sufrir, simplemente piensas que ya no podrás verla nunca más, no podrás abrazarla, ni olerla. 

Mis padres prefirieron que ni mis hermanos ni yo fuéramos al funeral, pero esa noche dormimos todos juntos en la cama de mis padres. 

Hubo unas palabras de mi padre que también me marcaron:
“Estaba con ella junto a su cama, cogiéndola de la mano y, mientras le susurraba márchate en paz, dejó de respirar, murió tranquila. 
Pero se la llevaron tan rápido... la metieron en una bolsa y se la llevaron para siempre. 
El peor momento es cuando te dan la urna con las cenizas y tu piensas, aquí está mi madre, convertida en polvo.” 

Polvo que vuela más alto y rápido que cualquier otra cosa, y que puedes decidir echar al mar, o que baile con las nubes, o incluso, dejarlo en la urna, unos metros bajo un suelo de tierra, del que luego surgirán las flores más bellas del jardín.


Incluso después de despejar la que fue la habitación de mi abuela, al entrar seguía oliendo a ella y a sus polvos de maquillaje. 

Tampoco olvidaré cuando tuvimos que regalar su ropa, y repartirnos sus joyas; a aquella edad fue un regalo pues, por fin podía ponerme los pendiente de mi abuela que tanto me gustaban. 

Pero con los años he comprendido que algún día, cuando yo muera, mis nietas se pelearán por mis collares y pulseras. 

Y la verdad es que siento pena por mi hermana pequeña, pues a veces a mí me es difícil recordar a mi abuela, y siento que ella se ha perdido muchos momentos especiales; pero para eso están las fotografías en blanco y negro, y la memoria, y las historias como esta. 

Después, de la forma más repentina, le llegó el turno a mi tío, el otro hermano de mi padre (siempre que nos visitaba nos traía unos preciosos juguetes de madera que, mientras desenvolvíamos, él se iba al patio a fumarse el enésimo cigarrillo del día). 

También ocurrió de forma totalmente surrealista, pues al igual que mi tía, él y su familia vivían en otra ciudad, y todo el contacto y las noticias sobre ellos las teníamos por teléfono. 

Su muerte fue la más rápida. De nuevo el mismo cáncer que después se llevaría a dos tías de mi padre y, poco a poco, él se quedaría sin familia.


Inevitablemente, en mi mente surgía la idea de ver a mi padre en cama, al igual que mis abuelos y mis tíos, también por culpa del maldito cáncer. 

Ninguno de mis tíos vio casarse a sus hijos (mis primos), ni nacer a sus nietos... Y yo me preguntaba: ¿Verá mi padre crecer a mis hijos? 

Después de tanta muerte en tan poco tiempo y sin haber tenido esa sensación antes, una noche mi abuela se me apareció, como un ángel. 

Totalmente vestida de blanco y volando un metro sobre el suelo, se me apareció cual inmaculada.

Estaba realmente guapa, como en sus retratos de los años cuarenta. 

Y llevaba en sus manos un foto enmarcada que me enseñaba con una sonrisa: en la foto se podía ver a mi padre, algo envejecido y con un bebé en los brazos y dos niños algo más mayores jugando en sus pies. 

Enseguida entendí el mensaje:
Mi abuela me estaba diciendo que no me preocupase, que mi padre sí que sería un abuelo para sus nietos (mis hijos). 

Después de tener ese sueño me quedé más tranquila pero, instintivamente, cada vez que mi padre se queja de un dolor, no puedo evitar recordar todo ese ambiente de muerte del que mi familia y yo fuimos espectadores durante aquellos malditos años.