martes, 30 de octubre de 2012

La pérdida de los sentidos.



Cansada del mundo, decidí irme unos días a una isla a descansar. Me la recomendaron unos amigos, decían que esa isla tenía poderes curativos.
Era muy pequeña, y el hotel tenía como norma principal acoger a un solo huésped.
Los empleados eran muy discretos, casi parecían fantasmas que ponían ante mi sábanas y toallas, y que luego se esfumaban; y la comida siempre estaba en la mesa antes de que llegara, sin posibilidad alguna de hablar con nadie, pero eso es lo que yo quería.
Aunque era otoño, quería ver el mar.
Una mañana, salí del hotel muy temprano, no sin antes detenerme ante las flores que la decoradora dejó en la mesita del recibidor, junto al teléfono.
Eran unos lirios blancos pero, no olían a nada, ni siquiera olía el aire.
Estaba todo impecable y pensé que unas flores tan perfectas, debían de carecer de algo.
Me puse una rebeca y caminé por la playa.
No había nadie, ni siquiera a lo lejos.
Las olas acariciaban con calma la fina arena que teñía de blanco la orilla de la isla.
El cielo se empezó a llenar de nubes.
De pequeña siempre me había gustado tirar piedras al mar, para verlas bailar.
Encontré una perfecta, era gris con vetas oscuras, y tan plana que parecía un plato prehistórico, casi me dio pena arrojarla al mar; pero sabía que su muerte merecería la pena.
Antes de lanzarla, me la llevé a la boca, para saborear la sal del mar.
Curiosamente, la piedra no sabía ni a sal ni a nada. Pero aún así, era digna de ser lanzada.
Con todas mis fuerzas, mi brazo trazó un surco en el aire, efímero como un suspiro.
La piedra rebotó unas cinco veces pero, no oí sus golpes desgarrando la piel del mar.
Quise repetir la danza de las piedras, pero no encontré más en la orilla.


A pesar del frío, algo desconocido me indujo a meterme en el agua.
Me quité los zapatos y mis pies se sumergieron en las elegantes y tranquilas olas de la orilla.
Pero no sentí el agua ni su opuesto, la tierra. El frío habría enmudecido mis pies, privándolos de sensaciones cálidas.
Algo en el cielo parpadeó: se acercaba una tormenta, que teñía de gris la isla.
Cada vez iba quedando menos azul, y las negras nubes eran las únicas señoras de la esfera celeste.
Comenzó a llover con una rapidez atroz, y yo quise salir corriendo hacia el hotel, por no estar bajo la tormenta.
Me encontraba con los pies dentro del agua serena, que se fue enfureciendo tanto como el cielo; sólo tenía que caminar tres metros de agua, pero algo me impidió moverme.
El aire penetraba entre mis párpados, paralizándolos, y el frío se apoderó de mí.
Cerré los ojos para que el fuerte viento no se los llevase pero, al abrirlos no vi nada.
Parecía como si la oscuridad lo hubiese conquistado todo en dos efímeros segundos.
Intenté salir del mar, pero no podía moverme.
No podía oír las olas, no podía sentirlas ni verlas, pero sabía dónde estaba, sabía que el mar me tragaría, si no lo hacía el cielo.
Era como un vegetal, consciente de mi existencia, pero sin ser consciente de nada más.
Entonces recordé a Schopenhauer y su concepción romántica que decía que lo más bello del mundo era contemplar cómo te arrastraba una ola; pero en el mismo momento en que te golpea, pierdes la consciencia, que hace imposible que puedas experimentar pasión.
La pérdida de todos mis sentidos hizo que ni siquiera pudiera sentir cómo me tragaba el mar, pero mi mente lo sabía todo, y mi muerte fue totalmente en vano, como todas las piedras que se arrojan al mar.


miércoles, 24 de octubre de 2012

Siempre odiaré aquella noche.


Siempre odiaré aquella noche, la noche que él me abandonó.
También odiaré la ropa que llevaba cuando nos veíamos, esa ropa que él nunca me quitaba, que nunca acariciaba.
También odiaré su silencio, le bastaba con mirarme, y nunca contestaba a mis preguntas.
Sus penetrantes ojos negros, fijos en los míos, ahogados, desolados, desde que llegaba hasta que me iba.
Su mirada hipnótica me atrapaba, y a la vez me rechazaba, no lo comprendía.
Intenté acercarme más, mientras él me vigilaba, frío e inmóvil en mitad de la noche.
Se fue justo antes de besarme, me dejó sola, como a los árboles del bosque.
Por un momento todo se paralizó, y las flores dejaron de oler.
La otra noche fui a verle a las doce, nuestra hora, y no estaba.
Sentía que me caía al suelo, cual hoja translúcida y perenne, que se desliza a través del liviano viento de la noche.
Quise matarle, por haberme dejado.
Me odié por haberme puesto el vestido azul, su favorito; por haberme pintado como una virgen, aunque no lo fuera, para entregarme a él.
Quise matarle, y arrancar todas sus plumas marrones, descuartizarlo y envenenarlo, quise acabar con su amor por la noche.
Me había engañado con la luna, su fría y fiel amante.
Me había dejado sola por y para siempre.


lunes, 1 de octubre de 2012

El hombre de ácido.




A los treinta y tres años, Héctor había alcanzado lo que la mayoría de los hombres quieren: era el jefe de su propia empresa, tenía una casa enorme a las afueras de la ciudad, un coche fabuloso, una ropa fabulosa y un grandísimo éxito con las mujeres.

Sin embargo, Héctor siempre había despreciado a las mujeres; tomaba de ellas lo necesario y después las abandonaba, recurriendo a falsas promesas para conquistarlas.

Puede que su misoginia se debiera a su padre. Desde que Héctor tenía memoria, su padre, un militar jubilado prematuramente, despreciaba y maltrataba a su madre.

En cuanto tenía ocasión la humillaba, y cuando llegaba ebrio a casa siempre la golpeaba:

Así es como hay que tratar a las mujeres hijo, si no se creen que las quieres más de lo que las necesitas.

A los siete años era incapaz de comprenderlo, pero aquella frase escondía un significado oculto: su padre pegaba a su madre porque la necesitaba, la amenaza era una forma de asegurar su fidelidad, el amor de ella, pero nunca de él.



El padre jamás dejó que la madre besara al chico, y cuando la maltrataba de cualquier forma, le obligaba a mirar, como si se tratara de clases particulares para aprender a ser más hombre.

Tu eres fuerte hijo, cuando naciste no lloraste, y nunca lo has hecho, estoy orgulloso de ti.

Los años pasaron pero Héctor no hizo más que, inconscientemente odiar a las mujeres.

Despreciaba a su madre, pero quizás fuera porque no se defendía, y al día siguiente siempre volvía a preparar la cena con esmero y un condenado silencio que no hacía más que crecer su odio.

A los dieciocho años, Héctor abandonó lo que él creía su hogar, dejando a su madre junto al monstruo con el que algún maldito día decidió casarse.

Para triunfar en la vida, no olvides todo lo que te he enseñado hijo. Se despidió orgulloso su padre, mientras la madre intentaba secar una única lágrima brillante, era la primera vez que alguien lloraba en su casa.



La vida de estudiante era fabulosa, Héctor podía pasarse el día entero masturbándose, ya que las broncas de su padre no interrumpían la delicada maniobra.

Pero aquello no era suficiente. Había una chica en clase que siempre le miraba, una rubia de ojos azules encantadora, pensó él.

Me gustas. Se atrevió a decir Héctor un día.
Tu también me gustas, dijo ella tímidamente.
Lo sé. Contestó Héctor mientras la cogía de la mano y la llevaba a su habitación.

Estaba nervioso, era su primera vez, pero no podía permitir que ella lo notase.

Hicieron el amor, o algo parecido, pues en el mismo momento en que Héctor eyaculaba la chica gritó, pero no de placer.

Héctor la miró asustado, los ojos de la joven se habían vuelto blancos, y el pulso desapareció en sus venas.

Se encontraba entre el terror y la excitación, pero se vistió y se marchó corriendo.



Héctor se recuperó pronto, cuando logró conquistar a otra compañera de clase. Inconscientemente, se estaba convirtiendo en su padre.

Descubrió que encontraba aún más placer en aquel grito agónico que acompañaba su eyaculación. El sexo sin la muerte ya no tenía sentido.

Recordaba las enseñanzas de su padre, su desprecio hacia las mujeres, se sentía como un hombre y no le importaba hacer lo que hacía.

Cada vez era más fácil seducirlas, engañarlas, llevarlas a la cama, despreciarlas mentalmente y quitarles la vida a través de su propio placer, mediante su semen mortal.

Hasta que un día... Un día de estos en los que el cielo es de color rojo y te levantas con la sensación de que algo nuevo está apunto de sucederte, Héctor salió de casa como todas las mañanas, pero vio a aquella mujer.

Su pelo tan rojo como el cielo resultaba inquietante, la blancura de la piel le recordaba al frío mármol de las más tristes Venus, los ojos tan verdes y profundos que dolían.



Era perfecta para él, y él era perfecto para ella, solo que aún no lo sabían.

No fue difícil concertar una cita, ni tampoco llevarla a su habitación; pero una vez allí, Héctor no supo contenerse.

Te amo...

Podía parecer ridículo pero, amaba el rojo de su pelo, amaba la textura de aquella piel que aún no había tenido el placer de acariciar, blanca y fría, y sus ojos... parecían atraerlo como las sirenas atraen a los marineros más románticos hacia la muerte.

Y no tenía problema en decírselo: Te amo.

Para él era como escribirle mil poemas y canciones, era algo que ella tenía que saber, si no su belleza se esfumaría para siempre.

Te amo.

La mujer parecía estar acostumbrada a aquel tipo de confesiones, pero eso no la hacía menos deseable.

No se contuvo y la abrazó, la abrazó tan fuerte y delicadamente como pudo, sabiendo que podía romperse con su abrazo (como el mármol) pero sosteniendo los pedazos que formaban su delicado cuerpo.



Ella también le abrazó, pero no parecía amarlo ni contenerlo, solo desearlo.

Instintivamente, se besaron, también de forma instintiva se desnudaron, como dos animales a los que les sobra la segunda piel.

Contemplarla así era aún más sublime, Héctor sentía que no podía amarla más y, sin embargo, cada vez estaba más cerca de la locura.

En un abrazo infinito, los cuerpos se fusionaron, dispuestos a la eterna unión que, oh no, Héctor recordó lo que ocurría cada vez que se acostaba con una mujer, ese tremendo final de placer que experimentaba con la muerte de la desdichada.

No podía dejarla morir a ella, la amaba.

En un acto de desesperación, Héctor escapó del abrazo de la mujer y le contó qué sucedía, y la horrible persona que era (aunque no menciono a su padre).

Pero, justo en el momento en que Héctor recitaba su confesión y lo mucho que la amaba, recordó a su pobre madre, y una lágrima de ácido se escapó de sus ojos, matándolo lentamente, pues fue la única y la primera.