martes, 27 de noviembre de 2012

Sal.



Aquella tarde de otoño caminaba por la ciudad muerta, a las siete ya ha caído la noche y lleva rato intentando levantarse.
La calle espectral se estrechaba, y un puente como de circo sostenía a los mártires transeúntes que se arrastraban hacia sus destinos, dejando un rastro de sangre, de odio, de miedo.
El puente parecía temblar. Las máquinas metálicas, veloces llamadas coches, corrían debajo de nuestros pies. En la noche eran como luces fugaces, destellos de cometas, y demás astros banales.
Si hubiera alargado mi brazo, podría haber atrapado un cochecito rojo, lo habría agitado como a un salero, y hubiese derramado sobre mi boca a todos esos pequeños duendecillos llamados pilotos, y sentir cómo bajan granos de sal por mi garganta, sin apenas masticar. Pequeños cuerpos duros que se deshacen con los jugos gástricos de mis entrañas.
Podría haberlo hecho, pero no lo hice.
A lo lejos, en el otro extremo del puente, dos personajes unían sus cuerpos vestidos con estridentes colores circenses, rojo y azul, amarillo tal vez.
Sentí arcadas.
Sobre el puente colgante de la humanidad, sobre los coches fugaces que se condensaban en pequeños granos de algún asqueroso producto salado, empecé a vomitar sal.
La sal bullía de mi boca, como si de una fuente se tratase; volcán de lava blanca desorbitada y siniestra, desbordando los límites de lo grotesco.
La sal se acumulaba en el puente como la porquería de los circos sociales.
La sal efervescente de mi cuerpo salía a borbotones estrepitosos por mis orejas.
Había sal en mi boca, entre mis dientes, bajo mi lengua, la sal brotaba de los rincones más estrechos de mis oídos, en los conductos lacrimógenos de mis glóbulos oculares, llorar sal era tan sublime como contemplar un amanecer negro; sal en mis entrañas, en los riñones y en las venas, corriendo con mi sangre, si es que me quedaba algo de sangre; sal en mis pulmones, bajos mis uñas y entre los vellos de mis brazos; sal en mi vagina, condensada en una forma cúbica, fálica, violando mis sentidos y fluyendo por mis poros; sal en mi nariz, en mis huesos, entre mis dedos, sal, sal de mí.

martes, 20 de noviembre de 2012

Relato apoteósico.


Querido diario, me llamo Paloma y tengo siete años. Hoy es el gran día.
Llevo todo el curso enamorada de Iván. Nadie lo sabe, ni mis amigas, ni mi madre, ni mis muñecas.
Hoy es el último día de clase, mañana empieza el verano y nos dan las vacaciones. Iván y su familia se marchan a Japón, no volveré a verle, y por eso tengo que decirle que le quiero, para que se quede conmigo.
Si le digo que le quiero, no subirá al avión; nos cogeremos de la mano e iremos a bañarnos al lago.
Querido diario... deséame suerte.



Esa mañana, después de salir del colegio, Paloma tomó aire y fue hasta Iván, que por suerte estaba solo.
-Hola.
-Hola.
-Tengo que decirte una cosa.
-¿Qué es?
-Que te quiero.
-¿Y qué?
-Pues que ya no tienes que irte a japón, puedes quedarte conmigo, iremos al lago a nadar.
-No quiero quedarme contigo.

Iván se fue, dejando sola a Paloma. Los niños la miraban, pero eso no le importaba, no podía dejar de pensar en los ojos de Iván, verdes y fríos, y en sus labios al decir: no.
Congeló esa imagen en su cabeza, se le daba muy bien tomar fotografías mentales.
Esa tarde, Paloma salió sola, el día era tan cálido como los abrazos de su abuela.
Ella y su diario se sentaron en la hierba, que aún era de un verde primaveral.



Querido diario: le he dicho a Iván las tres palabras más bonitas que se le pueden decir a alguien.
También le he dicho que se quedase conmigo, y él me ha dicho simplemente: no.

Seguramente, ya nunca más tendré fuerzas para pronunciar estas inminentes palabras a alguien y volver sufrir la humillación de la total y absoluta soledad.
Mi cuerpo y mi mente crecerán, pero a ritmos diferentes, y yo dejaré las meriendas por las pastillas, para poder ponerme los vestidos estrechos.
Cuando crezca lo suficiente y los hombres me deseen, intentarán de mil maneras acostarse conmigo; yo por supuesto me negaré a darles tal satisfacción y monstruos me atacarán con su única garra detrás de cualquier bar de copas, porque yo estaré flotando en una nube de polvo rosa.
Inevitablemente, me quedaré embarazada, sin saber quien es el ser que sin permiso ni delicadeza germinó mis entrañas.
Mis padres antes de calmar mis angustias, intentarán olvidar lo sucedido presentándome al hijo de la vecina de la prima de mi abuela, alegando que es el hombre perfecto para mí pero, qué sabrán ellos de mi.
Querrán que nos casemos, que tenga sus hijos y que todos los domingos, después de ir a la Iglesia, prepare la cena, sumisa y devota.
Sin opción a elegir, saldré con ese hombre, y él me tratará como a una reina, me hará sentir por un momento el único ser con vida del planeta.
Hasta que un día, yo me tropezaré sobre su puño, sin más remedio que aprender a borrar mis heridas. Pero le perdonaré, pues fui yo en la condición de Eva la que provocó todos los males de la tierra.
Un día llegará a casa en estado alucinógeno, y de una paliza me dejará inconsciente.
A las pocas semanas, nacerá mi hija muerta, pero yo me alegraré por ella, tendrá la suerte de ir al cielo de los inocentes, de los ingenuos, de los buenos, sin pasar por el juicio de las almas.
Después de abandonar a mi Adán, mis padres dejarán de hablarme pues, según ellos, según el mundo y según su Dios, siempre hay que perdonar.
Sumida en la total depresión de la soledad, iré a buscar trabajo, seré la secretaria de algún político corrupto, y le llevaré el café a diario, con escote y una gran sonrisa.
Pero un día me desmayaré entre la multitud, y despertaré en el hospital más cercano con un pecho extirpado, ya nunca más volveré a mirarme en el espejo...

Por un momento, Paloma empieza a temblar.
El diario está lleno de jeroglíficos inexplicables, ni rastro de una sola palabra.
La noche empieza a caer despacio, como una bolsa atrapada en una corriente de aire.
Paloma se levanta, ha dejado sobre la hierba un surco humano, como una huella de vida.
Ya es hora de irse a casa, piensa. Con su diario en la mano, se acerca a cruzar la calle.
Recuerda que mamá siempre dice que hay que mirar antes de cruzar pero, para qué...



martes, 6 de noviembre de 2012

Diálogos en un autobús urbano.



En un autobús urbano, en una ciudad urbana, a una hora tan válida como las siete de la tarde, un hombre mira a través de las ventanas, pero no ve nada.
Afuera llueve y el día es tan triste como uno pueda imaginar.
Pero la lluvia es infinitamente más interesante que la gente.

En una de las paradas, alguien sube al autobús, es una mujer muy joven, parece una virgen y camina como si levitase, ajena a todo.
El hombre deja las ventanas y mira al ángel.
La lluvia ha apagado el rubio de su pelo, pero aún así no deja de brillar.
La mujer se sienta sola, indiferente a las miradas, como si perteneciese a otro mundo, a otra dimensión.

El hombre duda por un momento pero, cuando uno encuentra a la mujer de su vida no debería dudar.
Se levanta nervioso y se acerca a ella aún más nervioso, la mujer mira por la nublada ventana, seguro que ella tampoco ve nada, pensó él.

-Hola, dijo el hombre ante la visión celestial.
-Hola, dijo ella con la solemnidad de una escultura griega.

Y, como si de componer un poema se tratase, el hombre comenzó a recitar las más bellas palabras para la más bella de sus pensamientos.

-Tu belleza es sinuosa, centelleante, turbadora, metafísica... me obnubila y me conmueve. Me hace ser mejor persona.

Ella se ha quedado mirando sus labios mientras hablada, sin darse cuenta aún del verde profundo de sus ojos. Él se acerca, quiere besarla allí mismo, y ella le dice:

-Espera...

Ambos se cogen la mano con los ojos, ya nada podrá separarlos.
Ella está hecha para él y él está hecho para ella; sin saberlo están tan complementados que cuando hagan el amor por primera vez lloverán ángeles del cielo, nacerán las más bellas flores y la gente sentirá el mayor atisbo de felicidad de la historia.

Lástima que el hombre no llegase a decirle nada, que ella se bajara del autobús y las palabras se quedasen en los cristales, lástima que la perdiera por y para siempre.