Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.
martes, 22 de octubre de 2013
La metáfora del principio y del fin.
Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.
viernes, 26 de julio de 2013
Siete de febrero, de 2013.
-Dime algo que aún no sepa de ti,
le preguntó el marido.
-Nunca te he dicho que experimento
un placer muy intenso, casi como un orgasmo, cuando los rayos del sol
acarician mi nuca.
El marido sonrió y se acercó a la
mujer; le apartó su larga melena y dejó al descubierto el esbelto
cuello, moteado de lunares, desnudo y blanco. La besó allá donde el
sol la besaba, y ella sintió estremecer todo su cuerpo.
-Nunca me habías dicho eso, de
saberlo hubiera secuestrado al sol, le amputaría unos cuantos rayos,
y los guardaría en un cofre para ti.
-Y al abrirlo esparciría todos los
males de la tierra.
-Sí, excepto la esperanza, rió
el marido.
La mujer se levantó y fue a por el
regalo que había guardado celosamente en el armario. Aún estaba
desnuda, llevaban tantos días en la cama, que no sabían qué hora
era, ni recordaban si habían hecho el amor por la noche o por la
mañana.
El marido la esperaba en la cama,
expectante. Abrió el regalo y sonrió a la mujer.
-¿Dónde están mis rayos de sol?
Preguntó ella.
Él señaló su entrepierna y rió a
carcajadas al ver la cara de la mujer, que parecía enfadada.
-¿No tienes un regalo para mí? ¿Es
que has olvidado qué día es hoy?
-Es siete de febrero, de 2013.
-¿Y bien? ¿Dónde está el sol?
-Se ha ido hace un momento.
-Creo que lo sabe.
-¿Qué sabe?
-Que yo no soy tu mujer.
martes, 9 de julio de 2013
Besos de sangre aguada.
Agosto, cuarenta grados. El niño se
enfundó las gafas de buceo y el flotador, y se dispuso a saltar a la
piscina, pero erró el salto y se abrió la cabeza contra el filo de
piedra blanca. El agua se tiñó de sangre y los padres gritaron al
cielo. Siete horas más tarde, el niño estaba muerto.
Ese día los padres almorzaron en el
hospital, aquel siete de agosto había espaguettis con tomate, y el
recuerdo de los sesos reventados de su pequeño hijo, les quitó el
apetito. Aquella noche no hicieron el amor, ni se miraron, ni tampoco
hablaron nada. Las horas pasaban muy lentas, y el
insomnio les acompañaba a ambos, inseparable, como el hedor de las
entrañas del infierno.
Algún día habría que decir algo. El
primero fue él, quien no soportaba verla inmóvil, llorando en el
sofá; se acercó y la besó, y cuando ella quiso apartarse, él la
abofeteó; llevaban una semana sin hablarse, y él la llamó, gritó
su nombre, pero ella no escuchó nada, tan solo el sonido de cuando
algo desgarra la piel del agua cristalina.
Podría haber sido de mil maneras: un
enchufe colocado a una altura demasiado baja, un conductor de
autobús algo despistado en un paso de cebra, un bote de pastillas
para adultos, olvidadas al alcance de un niño... pero el pequeño se
abrió la cabeza ante los ojos de sus padres; sus gafas de bucear fue
lo último que vieron, y sus pupilas verdes inundarse de sangre
aguada.
-No te soporto, no quiero verte,
¿por qué no le vigilaste?
-Estaba en el mismo sitio que tu. Te
daba un beso, ¿o es que ya no te acuerdas? Me dijiste: “hace mucho
que no me das un beso”; entonces yo te besé, pero tu dijiste: “no,
así no, lo quiero como los de antes”; “¿antes de qué?”, te
pregunté yo; y tu me contestaste: “antes de madurar, de ser
padres”. Entonces yo te besé exactamente de la misma forma en que
lo hacía cuando tenías veinte años, el pelo largo hasta la
cintura, las mejillas siempre rojas y lágrimas en las despedidas.
-Con tu beso lo mataste.
-Entonces tu me pediste que lo
hiciera.
-Quizá no debió haber nacido.
-Quizá no debimos conocernos.
Aquella noche él se fue para siempre,
y la dejó sola, y ella se mutiló el alma, se arrancó los ojos y la
lengua con manos temblorosas, y en su íntimo lecho juró no volver a
ser besada nunca.
lunes, 13 de mayo de 2013
Sentidos que siento sentir.
Aquella mañana, íbamos hacia la estación, cogidos de las manos. No nos miramos por miedo a desgarrarnos los ojos y a derramar las lágrimas que tan dolorosamente dejaría caer luego. Aquellas caricias, serían las últimas que percibiría mi cuerpo.
El cielo estaba nublado, y entonces comprendí que el negro no es el color más triste, sino el gris, pues nunca será tan oscuro y admirado. El tren llegó a una velocidad inhumana, violenta que nos separó al instante. Sentí tus últimas palabras como suspiros, que mis oídos condensaron en un te quiero dolorosamente cierto; y tu beso efímero me dolió en el alma, al igual que tus caricias, fundidas en el olor que tu cuello desprendía, para unirse con el viento y la lluvia que la horrorosa mañana preludiaba. No nos dijimos nada más, ni un simple adiós: ya nunca volveríamos a vernos.
Te fuiste muy rápido, con el viento, y yo deseé que lloviera, para que las nubes llorasen por nosotros. En el tren, una asquerosa pareja se abrazaba, de esas que están a la moda y no duran juntos ni medio lustro. Yo te quise desde que tenía conciencia del tiempo, y te querré incluso cuando deje de respirar: me temo que te amaré hasta que me lo prohíbas.
Sentí arcadas, dolor entre los ojos, y ganas de arrojarlos a ambos a las vías del tren, pero no les daría la satisfacción de morir juntos, la arrojaría a ella, porque los hombres hacen menos ruido al llorar.
Debería estar prohibido que la gente se besase en la calle, pero no para nosotros. Ante mi imposibilidad de asesinato, quise arrancarme los ojos, uno tras otro, y tirarlos a sus pies, junto a todo el odio que sentía.
Dicen que amamos con los sentidos; yo te amo con mis entrañas, con cada vena y cada poro, con la humedad de mi sexo y con la ingenuidad de mi mente, con toda el alma, y cuando te fuiste te llevaste mis entrañas, y de mí ya no queda nada. Quererte duele tanto como un día gris en el que no llueve, como si el tedioso final no llegara nunca.
martes, 16 de abril de 2013
Océanos de arena.
Aquella noche fría,
espeluznantemente macabra, caminaba por un mar de arena, que
terminaba violentamente en un mar de agua. Todo era de un tono más
oscuro al habitual, al real, todo era frío y siniestro,
escandalosamente inhumano, y preludiaba las más terribles
pesadillas.
Atravesé las montañas
de fina arena, reloj desmesurado y desorbitado, que aún así me
indicaba que no había tiempo, que pretendía tragarse mis pies y
hacía mis pasos aún más lentos, como en los sueños.
Ya visualizaba la orilla,
aquel horrible paso entre la vida y la muerte, entre la realidad y el
sueño que transformaba la materia en nada, que tragaba las piedras y
las perdía para siempre en la inmensidad de lo que llamamos mar.
Llovía en forma de
aguja, y cada gota era un suplicio, una tortura por los pasos mal
dados, por las decisiones tomadas; las nubes proyectaban dolorosos
surcos de luz en mi cara, ensombrecida por el miedo a no llegar
nunca, y el calvario se hacía cada vez más pesado, como si mi
cuerpo estuviese compuesto de acero, y no de sangre.
A lo lejos emergió el
monstruo, sediento de vida humana, salió de las aguas como un
destello y se tragó al pequeño fruto de mis entrañas, que yacía
inmóvil en la tediosa orilla, esperando mi abrazo, que nunca
llegaría.
El monstruo engullió sin
placer, casi como una mera rutina, que se clavaba en mi sien y me
inducía a ir hasta él. Entonces me arrojé al mar, para que el
monstruo me tragase a mí también, para unirme con mi inocente
criatura en sus negras y sucias entrañas.
miércoles, 20 de marzo de 2013
Escarificaciones.
La tarde permanecía
tranquila, hasta que se cansó de estar serena. Yo nadaba en la
piscina, y un destello en el cielo me hizo temblar, erizar mis vellos
y todas las sensaciones que profetizan el caos más horrible. El
cielo se enfureció con la tierra, como dos amantes que se odian con
sus miradas y con lágrimas, el cielo hizo callar a la tierra, que no
toleraba el agua.
La piscina se desbordó
de sus límites azules, y se transformó en un mar frío, artificial,
del que emergieron dos purpúreos pulpos paquidérmicos, con pausados
pasos de patas puntiagudas, penetrantes, punzantes. Empezó a llover,
tronar, granizar y nevar al mismo tiempo, y todas las inclemencias
del tiempo hicieron imposible la huida. Algo desconocido, una fuerza
oculta en la mente que nos conduce a la locura, me incitó a
sumergirme en el agua, junto a los monstruos.
El frío invadió mis
entrañas, y los pulmones se llenaron de aire caliente, pesado. El
traje de baño me oprimía, pero era horriblemente placentero nadar
con los pulpos, que pronto advirtieron mi presencia. Me abrazaron,
desnudaron, amaron y descuartizaron la mente en un torbellino de
sensaciones marítimamente deliciosas. Cuando terminó mi
inconsciencia, huí del líquido amniótico de las pesadillas, ya el
cielo se había calmado, otra vez. Seguro que la tierra se arrodilló
arrepentida de sus actos y juró armonía, al menos por un tiempo.
Me sentí desnuda, bañada
por el sol, el aire era muy violento de respirar; de entre mis pechos
brotaron unas marcas africanas, a modo de escamas de cocodrilo, un
río de sangre que recorría el epicentro de mis dos montañas
blancas.
Acaricié mis heridas con
terror, mi piel gritaba en silencio, el dolor se extendía cual
cáncer ultrahumano y el tamaño de mis incisiones crecía en
fracciones de segundos.
El calor aumentaba sobre
mi piel, mojada y doliente; la excitación del cielo se hizo latente,
atraído por las mentiras de la tierra fría, mojada, tierra que se
pega siempre a los zapatos, a las uñas.
Aquella noche, soñé con
África en Agosto: los nativos me abrieron el pecho para beber mi
sangre blanca, mojada en la sal de las piscinas occidentales. Sal,
guijarros y gusanos en mi pecho, abrieron mis heridas para vivir
dentro de mí.
domingo, 24 de febrero de 2013
Formas únicas en el espacio (parte II)
El tiempo se consumía,
como cuando las nubes se comen el azul del cielo, y la chica de ojos
marrones miraba por la ventanilla del tren.
El paisaje se le
escapaba, como una pintura futurista, solo que ese incesante
movimiento, a ella le inspiraba quietud, pues no era capaz de
levantarse de su asiento. El día era gris y pesado, muy violento de
respirar, y la chica estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por
seguir existiendo en ese momento.
Al otro lado del vagón
alguien se levantó, era una chica de ojos verdes, muy alta y bella.
Ambas se miraron un instante y, sin saberlo, en ese momento algo se
desgarró en sus miradas. Una fuerza cósmica, malvada, trazó con un
movimiento de aguja sendos orificios en sus ojos, verdes y marrones,
para así unirlos para siempre.
En el cielo, una nube
cogió de la mano a otra, para que ellas no pudieran hacerlo y tan
solo se dijeran: “hola”.
martes, 19 de febrero de 2013
Las amigas o Pureza y libertad (Parte I)
Este relato se lo quiero dedicar a María P. Quero, quien fue
la primera persona en leerlo, aquel mediodía en el tren.
la primera persona en leerlo, aquel mediodía en el tren.
-¡Felicidades! Le
dijo la amiga.
Ambas se abrazaron, sin
saber que sus sentimientos eran los mismos.
-Pasa, hay tarta en el
cuarto, es de queso y fresas.
Realmente no se dijeron
nada importante durante la tarde, tan solo se miraron y, a veces, los
ojos verdes de una, se reflejaban en los marrones de la otra,
emulando todo un universo natural en un cosmos microscópico, de tal
manera que ambos colores se fundían en uno, como las estrellas se
hunden en el petrolífero universo.
La una se levantó, la
otra también; sus ojos estaban sujetos por unos hilos pesados, muy
dolorosos, no había forma de escapar.
Aún penetrándose las
miradas, se besaron tímidamente: un solo beso significaba la muerte
así que, por qué parar.
Las bocas se fundieron,
al igual que los ojos, que permanecían dolorosamente abiertos, como
si hubieran perdido toda su humedad, a pesar de estar lloviendo
fuera.
El tiempo pasó de manera
natural, lento para unos, rápido para otras, y la separación fue
inevitable, al igual que la tormenta.
La chica de ojos verdes
escapó, sintiendo un desgarramiento sobrehumano en el lagrimal, como
si desollaran su piel fría, lentamente.
La chica de ojos marrones
permaneció inmóvil, frente a la ventana, viendo huir a su amiga por
la playa, serena, en calma.
La primera paró en la
orilla, de cara al mar. Sus ojos lloraban sangre, pero ella no lo
sabía. La otra no lloraba,
temblaba desde lo alto de su torre.
El mar se embraveció y
de una ola nació una criatura extraña que, cual ballena tragó a la
amiga, que perdió el verde de sus ojos viendo a la otra en lo alto,
desfalleciendo como una liviana hoja de otoño.
sábado, 19 de enero de 2013
Desde lo más profundo de mi ser.
Con
este relato he participado en un concurso,
por eso es más extenso
que de costumbre.
No creo en la suerte, pero a ver que pasa...
Siempre
supe que el color rojo de mi pelo significaba algo: estaba destinada
a sufrir.
Ya
desde antes de mi alumbramiento, de mi salida divina y milagrosa de
la cueva roja, mi madre me ponía Mozart, el Réquiem sobre
todo.
Aquella
música me exorcizaba, me elevaba a las cotas más altas del éxtasis,
sin haber probado aún los polvos de ángel ni las pastillas rosas.
Escuchar
esas embriagadoras notas era, como descubriría más tarde, un placer
comparado a correr por un sendero infinito, correr sin motivo
aparente; o gritar, gritar al cielo o al suelo, daba lo mismo;
también estaba relacionado con el ansia de comer de un niño, de un
niño obeso que traga sin pudor, que engulle como si fuese su último
día en la tierra.
Pero
cuando vas creciendo, pruebas todo tipo de placeres que te elevan
hasta el éxtasis, para después desfallecer y soñar con agujeros
negros, y todo en el mundo te da miedo, y todo es tan asfixiante y
abrumador como la salida del útero.
Cuando
nací, mis padres no me quitaban el ojo de encima, era un pelirroja
vigilada en extremo, que tenía que esconderse o levantarse por las
noches para devorar pecaminosas porciones de chocolate en la
despensa. Algún día alguien me castigará por esto, pensé
desde mi ateísmo.
Una
niña cada vez más mala, que soñaba a los once años con un mundo
donde las mujeres son mantis y los hombres hormigas. Poco después me
hice mujer.
No fue
para tanto, mis ojos estaban acostumbrados al rojo intenso, a la
sangre.
Pero
pronto descubrí cuál era mi sueño, si es que está permitido
utilizar esta palabra.
Quería
ser escritora, aunque aún no había escrito nada. Desde lo más
profundo de mi ser, algo fundido a mí, inexplicable, me decía que
tenía que escribir.
Se
puede escribir sobre mil cosas, me dije. Si nos paramos a pensar,
está todo escrito, todo se ha dicho, y de mil maneras pero, ¿y el
orden de las palabras? Todo se fundamenta en eso, tan sólo has de
saber ordenar las palabras de manera armoniosa. Entonces empecé a
odiar mi vocación, ser escritora era un engaño, una farsa. El
mérito de los libros debería recaer sobre las palabras, o mejor,
sobre las letras; bendito abecedario.
Pasé
un tiempo buscando algo con que ganarme la vida, vida que (más tarde
descubriría) no me merecía.
Dejé a mis padres y todo mi pasado,
por otra razón de nuevo inconcebible, arraigada en mi ser, voz
esplendorosa que dominaba mis sentidos.
Pero
allí estaba, diciéndole adiós a mis progenitores, las únicas
personas capaces de decirme no, de hacerme sentir vergüenza y de
inculcarme tanto asco hacia la vida, que tuve que marcharme.
Me
instalé en una ciudad al azar, no importaba su nombre, tan sólo mi
futuro de escritora.
Ahora,
necesitaba algo sobre lo que escribir.
A
estas alturas cabe preguntar si hubo alguien más en mi vida. No, aún
no.
Sí
que tuve amores pasajeros a los quince años, pero fueron mis
hormigas y yo su mantis.
En
aquella ciudad hacía frío, salir a sus calles kilométricas me
aterraba, pero esa inquietud me ayudaba a escribir.
-Tengo
miedo a salir y caerme de algún puente.
No,
esa frase era de lo más estúpida, ¿acaso era yo estúpida?
-Tengo
miedo... me aterra el mundo y sus precipicios, la gente anónima,
insomne que vaga y se arrastra en cualquier dirección sin sentido,
sin rumbo original, hacia su muerte inevitable, en algún precipicio.
Mejor
por hoy dejo de escribir.
Decidí
salir, llevaba algunas noches soñando (pues
no existe un verbo para las pesadillas), con caídas
estrepitosas, inevitables e infinitas de dolor.
La
calle no estaba tan mal, hasta me gustaba ver a toda esa gente con
prisas nada más que aparentes, para demostrar que más allá de su
condición física, tienen una vida que comparten y hacen en sus
remotas casas.
Ese
día decidí ir a la editorial, cargada con los manuscritos de
veintisiete relatos.
La
espera fue insufrible. El tiempo pasaba a la vez lento y rápido. Mis
acciones eran efímeras, pero mis pensamientos eran eternos.
Entonces
pensé que debería haber revisado los relatos más antiguos pero,
para qué.
Los
buenos escritores pasan los años subiendo de nivel, escribiendo
mejor cada vez; sin embargo, pobres de ellos, nunca alcanzan la
perfección, pues la vida es finita y el poder humano también.
Desgraciados
los que se aventuraron a escribir, sin rumbo, sin meta, sabiendo que
la perfección es utópica, inalcanzable.
-No
es lo que estamos buscando.
-¿Y
qué es lo que están buscando?
-Algo
más alegre, menos dañino para los lectores.
Así
que era dañina para mis inexistentes lectores.
Sentí
tanto asco que quise vomitar. Ahora tenía dos opciones, no volver
jamás a aquella editorial, o volver pasados unos años, habiendo
subido mi nivel.
Ninguna
de las opciones me convencía.
Me
marché a mi remota y anónima casa del centro, para seguir
escribiendo sin sentido, para castigarme por mi incompetencia.
En
mitad de la calle, alguien chocó conmigo, juntamos nuestras burbujas
vitales hasta el extremo y él, sin poder evitarlo, esparció por el
suelo mojado todos mis asquerosos relatos (como en aquella película).
Por
supuesto, dejó su cartera y su paraguas para ayudarme; también se
ofreció a acompañarme a casa y arreglar su desastre.
-No
importa, le dije, no me los han aceptado.
Aquel
hombre mostró su expresión más triste y empática, y me invitó a
un banal café.
El
local parecía una pecera, llena de gente estandarizada, resbaladiza,
parejas que van a tomar café y tartas de queso con mermelada,
aquello también me dio asco.
Observé
a aquel hombre, tendría unos veintisiete, un año por cada relato
que inútilmente yo había escrito.
Algunos
pelos de su recortada barba eran de un tono gris, otros blancos, pero
él era castaño oscuro, sus ojos también.
Llamó
a la camarera, una señora rubia postiza con escote profundo y
tacones lejanos, que nos sirvió dos tazas. Yo odiaba el café, pero
nunca se lo dije.
A
partir de ahí, declaró su ferviente amor por mí, la inevitable
atracción que sintió antes de chocarnos, cuando me observaba
atónito desde la otra acera.
-Estoy
enamorado de tu pelo rojo. ¿Es natural?
-Pues
claro.
-Claro,
cómo no...
Tras el típico silencio incómodo de las primeras citas, me dijo:
-¿Sabías
que hasta finales del siglo XIX, en el mundo del arte una mujer
pelirroja era una pecadora?
-No
tenía ni idea.
-Los
simbolistas empezaron a pintarlas como vírgenes, desde entonces ya
no se consideraba algo blasfemo. ¿No te parece revelador?
-¿Por
qué habría de parecérmelo?
-Pues
porque tu pelo me ha hechizado.
Me sonrió ampliamente, como si con él estuviera a salvo de todo.
Sin
apenas ser consciente del transcurso del tiempo y sus desgracias,
aquel hombre vino a vivir conmigo, a aquella casa que dejó de ser
anónima.
Pasábamos
juntos los días y las noches; él observándome, yo haciéndome la
dormida, para no tener que observarle.
-Me
sé tu cara de memoria. Me susurraba algunas mañanas, cuando me
despertaba y traía dos tazas de asqueroso café, que yo tenía que
beber con la más estúpida de las sonrisas.
Siempre
dejaba, antes de irse a trabajar (no importa dónde), una nota que
decía:
-Tu
belleza es sinuosa, centelleante, turbadora, metafísica..., me
obnubila y me conmueve. Me hace ser mejor persona.
Y
también siempre, cuando llegaba de trabajar, traía consigo objetos
tan corrientes como ramos de flores artificialmente bellas, o cajas
de bombones, de pecaminoso placer.
Una
noche quiso llevarme a un restaurante, yo no quería salir, la calle
seguía aterrándome, pero jamás se lo dije. Entonces él me suplicó
que me pusiera el vestido verde, su favorito.
Sentados a la mesa de aquella pecera de etiqueta, me pidió
matrimonio.
Yo no
quería casarme, pero para eso tendría que haberle dicho que no me
gustaba el café.
Acepté;
nos prometimos para octubre, él sabía que era mi mes favorito,
aunque después dejaría de gustarme.
Su
felicidad extrema a veces me abrumaba, me oprimía, me asfixiaba.
Pero
por las noches era diferente.
Cuando
desnudos uníamos nuestros cuerpos, él siempre se quedaba mirando
muy fijamente el rojo de mi pelo. Entonces, sin remedio alguno,
eyaculaba de placer, siempre antes que yo, siempre él.
-Lo
siento muchísimo, pero es que me excitas tanto... Me decía
desde lo más profundo de su humano, masculino corazón.
Jamás
tuve un orgasmo. Todos los hombres con los que había compartido mi
cuerpo y mi mente, manchaban las sábanas de vergüenza, y yo los
echaba de casa pero, ¿cómo despedir de mi inmerecida vida al único
hombre capaz de amarme?
Lo
llaman la petit mort, creo que nunca experimentaré tal
placer, no hasta el día de mi muerte.
Una
noche, de esas que presientes que al mundo o a ti os va a pasar algo
grave, él me dijo.
-Me
encantaría tener un hijo contigo.
No fui
capaz de contestar, me hice la dormida como hacía siempre, aunque él
estaba rozando mi pierna con la suya, para hacérmelo en ese mismo
momento.
-¡No!
Le dije con ojos desorbitados.
-¿Por
qué?
-Porque
te odio, odio excitarte y odio que me quieras.
Sólo
supo acercarse a mí, para intentar besarme. Pero yo, poseída por
una fuerza sobrehumana, empujé su cuerpo y él cayó al suelo.
En su
rostro no existía odio, pero sí incomprensión, tristeza.
-No
te conozco.
-Nunca
me has conocido.
-Nunca
me has dejado.
-Nunca
me has preguntado.
-Nunca
me has querido.
-No,
nunca te he querido.
Una
voz en mi interior, que no me visitaba desde niña, me instó a coger
las tijeras de coser que había colocadas, casi como una tentación
satánica sobre la mesa.
Me
aproximé a él. Esta vez no hizo falta la fuerza, se dejó vencer,
dejó que yo desgarrase la piel de su sexo con mis tijeras. Una punta
afilada de odio y miedo, penetró en sus testículos, pero no hubo
sangre, tan sólo gritos, aullidos profundos de dolor y tristeza.
Yo no
podía parar. La tijera atravesó con su fría longitud todo su ser,
privándole de su masculinidad, matando su hombría, desbordando los
límites de lo grotesco.
Sólo
yo sentí placer al contemplar mi masacre, al verle agonizar sobre el
suelo de nuestro dormitorio, aquel siete de octubre, a unos días de
nuestra boda.
Me
marché. Tenía que salir. Era de noche y la calle me aterraba más
que nunca. Deseé con todas mis fuerzas que en el suelo se abriera un
agujero infernal, que un precipicio me transportara a un universo
paralelo, con todos los sentimientos de los que carecía.
Pero
no fue así. Vagué por las calles en busca de un puente, del que
nunca me atrevería a tirarme.
Para
qué buscar la felicidad si el fin inevitable de la vida es la
muerte, para qué esforzarse por algo tan efímero.
A la
mañana siguiente me dirigí a la editorial con este manuscrito, el
último que escribiría.
En la
misma sala de espera sonaba el Réquiem de Mozart, y el mismo
señor de la vez anterior apareció, mirándome con gesto asqueado. Y
yo le pregunté:
-¿Qué
le ha parecido este?
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