martes, 22 de octubre de 2013

La metáfora del principio y del fin.


Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.



viernes, 26 de julio de 2013

Siete de febrero, de 2013.



-Dime algo que aún no sepa de ti, le preguntó el marido.
-Nunca te he dicho que experimento un placer muy intenso, casi como un orgasmo, cuando los rayos del sol acarician mi nuca.

El marido sonrió y se acercó a la mujer; le apartó su larga melena y dejó al descubierto el esbelto cuello, moteado de lunares, desnudo y blanco. La besó allá donde el sol la besaba, y ella sintió estremecer todo su cuerpo.

-Nunca me habías dicho eso, de saberlo hubiera secuestrado al sol, le amputaría unos cuantos rayos, y los guardaría en un cofre para ti.
-Y al abrirlo esparciría todos los males de la tierra.
-Sí, excepto la esperanza, rió el marido.

La mujer se levantó y fue a por el regalo que había guardado celosamente en el armario. Aún estaba desnuda, llevaban tantos días en la cama, que no sabían qué hora era, ni recordaban si habían hecho el amor por la noche o por la mañana.

El marido la esperaba en la cama, expectante. Abrió el regalo y sonrió a la mujer.
-¿Dónde están mis rayos de sol? Preguntó ella.

Él señaló su entrepierna y rió a carcajadas al ver la cara de la mujer, que parecía enfadada.
-¿No tienes un regalo para mí? ¿Es que has olvidado qué día es hoy?
-Es siete de febrero, de 2013.
-¿Y bien? ¿Dónde está el sol?
-Se ha ido hace un momento.
-Creo que lo sabe.
-¿Qué sabe?
-Que yo no soy tu mujer.



martes, 9 de julio de 2013

Besos de sangre aguada.



Agosto, cuarenta grados. El niño se enfundó las gafas de buceo y el flotador, y se dispuso a saltar a la piscina, pero erró el salto y se abrió la cabeza contra el filo de piedra blanca. El agua se tiñó de sangre y los padres gritaron al cielo. Siete horas más tarde, el niño estaba muerto.
Ese día los padres almorzaron en el hospital, aquel siete de agosto había espaguettis con tomate, y el recuerdo de los sesos reventados de su pequeño hijo, les quitó el apetito. Aquella noche no hicieron el amor, ni se miraron, ni tampoco hablaron nada. Las horas pasaban muy lentas, y el insomnio les acompañaba a ambos, inseparable, como el hedor de las entrañas del infierno.
Algún día habría que decir algo. El primero fue él, quien no soportaba verla inmóvil, llorando en el sofá; se acercó y la besó, y cuando ella quiso apartarse, él la abofeteó; llevaban una semana sin hablarse, y él la llamó, gritó su nombre, pero ella no escuchó nada, tan solo el sonido de cuando algo desgarra la piel del agua cristalina.
Podría haber sido de mil maneras: un enchufe colocado a una altura demasiado baja, un conductor de autobús algo despistado en un paso de cebra, un bote de pastillas para adultos, olvidadas al alcance de un niño... pero el pequeño se abrió la cabeza ante los ojos de sus padres; sus gafas de bucear fue lo último que vieron, y sus pupilas verdes inundarse de sangre aguada.


-No te soporto, no quiero verte, ¿por qué no le vigilaste?
-Estaba en el mismo sitio que tu. Te daba un beso, ¿o es que ya no te acuerdas? Me dijiste: “hace mucho que no me das un beso”; entonces yo te besé, pero tu dijiste: “no, así no, lo quiero como los de antes”; “¿antes de qué?”, te pregunté yo; y tu me contestaste: “antes de madurar, de ser padres”. Entonces yo te besé exactamente de la misma forma en que lo hacía cuando tenías veinte años, el pelo largo hasta la cintura, las mejillas siempre rojas y lágrimas en las despedidas.
-Con tu beso lo mataste.
-Entonces tu me pediste que lo hiciera.
-Quizá no debió haber nacido.
-Quizá no debimos conocernos.

Aquella noche él se fue para siempre, y la dejó sola, y ella se mutiló el alma, se arrancó los ojos y la lengua con manos temblorosas, y en su íntimo lecho juró no volver a ser besada nunca.


lunes, 13 de mayo de 2013

Sentidos que siento sentir.



Aquella mañana, íbamos hacia la estación, cogidos de las manos. No nos miramos por miedo a desgarrarnos los ojos y a derramar las lágrimas que tan dolorosamente dejaría caer luego. Aquellas caricias, serían las últimas que percibiría mi cuerpo. 

El cielo estaba nublado, y entonces comprendí que el negro no es el color más triste, sino el gris, pues nunca será tan oscuro y admirado. El tren llegó a una velocidad inhumana, violenta que nos separó al instante. Sentí tus últimas palabras como suspiros, que mis oídos condensaron en un te quiero dolorosamente cierto; y tu beso efímero me dolió en el alma, al igual que tus caricias, fundidas en el olor que tu cuello desprendía, para unirse con el viento y la lluvia que la horrorosa mañana preludiaba. No nos dijimos nada más, ni un simple adiós: ya nunca volveríamos a vernos.

Te fuiste muy rápido, con el viento, y yo deseé que lloviera, para que las nubes llorasen por nosotros. En el tren, una asquerosa pareja se abrazaba, de esas que están a la moda y no duran juntos ni medio lustro. Yo te quise desde que tenía conciencia del tiempo, y te querré incluso cuando deje de respirar: me temo que te amaré hasta que me lo prohíbas.

Sentí arcadas, dolor entre los ojos, y ganas de arrojarlos a ambos a las vías del tren, pero no les daría la satisfacción de morir juntos, la arrojaría a ella, porque los hombres hacen menos ruido al llorar.

Debería estar prohibido que la gente se besase en la calle, pero no para nosotros. Ante mi imposibilidad de asesinato, quise arrancarme los ojos, uno tras otro, y tirarlos a sus pies, junto a todo el odio que sentía.

Dicen que amamos con los sentidos; yo te amo con mis entrañas, con cada vena y cada poro, con la humedad de mi sexo y con la ingenuidad de mi mente, con toda el alma, y cuando te fuiste te llevaste mis entrañas, y de mí ya no queda nada. Quererte duele tanto como un día gris en el que no llueve, como si el tedioso final no llegara nunca.


martes, 16 de abril de 2013

Océanos de arena.




Aquella noche fría, espeluznantemente macabra, caminaba por un mar de arena, que terminaba violentamente en un mar de agua. Todo era de un tono más oscuro al habitual, al real, todo era frío y siniestro, escandalosamente inhumano, y preludiaba las más terribles pesadillas.
Atravesé las montañas de fina arena, reloj desmesurado y desorbitado, que aún así me indicaba que no había tiempo, que pretendía tragarse mis pies y hacía mis pasos aún más lentos, como en los sueños.
Ya visualizaba la orilla, aquel horrible paso entre la vida y la muerte, entre la realidad y el sueño que transformaba la materia en nada, que tragaba las piedras y las perdía para siempre en la inmensidad de lo que llamamos mar.
Llovía en forma de aguja, y cada gota era un suplicio, una tortura por los pasos mal dados, por las decisiones tomadas; las nubes proyectaban dolorosos surcos de luz en mi cara, ensombrecida por el miedo a no llegar nunca, y el calvario se hacía cada vez más pesado, como si mi cuerpo estuviese compuesto de acero, y no de sangre.
A lo lejos emergió el monstruo, sediento de vida humana, salió de las aguas como un destello y se tragó al pequeño fruto de mis entrañas, que yacía inmóvil en la tediosa orilla, esperando mi abrazo, que nunca llegaría.
El monstruo engullió sin placer, casi como una mera rutina, que se clavaba en mi sien y me inducía a ir hasta él. Entonces me arrojé al mar, para que el monstruo me tragase a mí también, para unirme con mi inocente criatura en sus negras y sucias entrañas.



miércoles, 20 de marzo de 2013

Escarificaciones.




La tarde permanecía tranquila, hasta que se cansó de estar serena. Yo nadaba en la piscina, y un destello en el cielo me hizo temblar, erizar mis vellos y todas las sensaciones que profetizan el caos más horrible. El cielo se enfureció con la tierra, como dos amantes que se odian con sus miradas y con lágrimas, el cielo hizo callar a la tierra, que no toleraba el agua.

La piscina se desbordó de sus límites azules, y se transformó en un mar frío, artificial, del que emergieron dos purpúreos pulpos paquidérmicos, con pausados pasos de patas puntiagudas, penetrantes, punzantes. Empezó a llover, tronar, granizar y nevar al mismo tiempo, y todas las inclemencias del tiempo hicieron imposible la huida. Algo desconocido, una fuerza oculta en la mente que nos conduce a la locura, me incitó a sumergirme en el agua, junto a los monstruos.


El frío invadió mis entrañas, y los pulmones se llenaron de aire caliente, pesado. El traje de baño me oprimía, pero era horriblemente placentero nadar con los pulpos, que pronto advirtieron mi presencia. Me abrazaron, desnudaron, amaron y descuartizaron la mente en un torbellino de sensaciones marítimamente deliciosas. Cuando terminó mi inconsciencia, huí del líquido amniótico de las pesadillas, ya el cielo se había calmado, otra vez. Seguro que la tierra se arrodilló arrepentida de sus actos y juró armonía, al menos por un tiempo.

Me sentí desnuda, bañada por el sol, el aire era muy violento de respirar; de entre mis pechos brotaron unas marcas africanas, a modo de escamas de cocodrilo, un río de sangre que recorría el epicentro de mis dos montañas blancas.


Acaricié mis heridas con terror, mi piel gritaba en silencio, el dolor se extendía cual cáncer ultrahumano y el tamaño de mis incisiones crecía en fracciones de segundos.

El calor aumentaba sobre mi piel, mojada y doliente; la excitación del cielo se hizo latente, atraído por las mentiras de la tierra fría, mojada, tierra que se pega siempre a los zapatos, a las uñas.

Aquella noche, soñé con África en Agosto: los nativos me abrieron el pecho para beber mi sangre blanca, mojada en la sal de las piscinas occidentales. Sal, guijarros y gusanos en mi pecho, abrieron mis heridas para vivir dentro de mí.


domingo, 24 de febrero de 2013

Formas únicas en el espacio (parte II)


El tiempo se consumía, como cuando las nubes se comen el azul del cielo, y la chica de ojos marrones miraba por la ventanilla del tren. 
El paisaje se le escapaba, como una pintura futurista, solo que ese incesante movimiento, a ella le inspiraba quietud, pues no era capaz de levantarse de su asiento. El día era gris y pesado, muy violento de respirar, y la chica estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por seguir existiendo en ese momento.
Al otro lado del vagón alguien se levantó, era una chica de ojos verdes, muy alta y bella. Ambas se miraron un instante y, sin saberlo, en ese momento algo se desgarró en sus miradas. Una fuerza cósmica, malvada, trazó con un movimiento de aguja sendos orificios en sus ojos, verdes y marrones, para así unirlos para siempre.
En el cielo, una nube cogió de la mano a otra, para que ellas no pudieran hacerlo y tan solo se dijeran: “hola”.


martes, 19 de febrero de 2013

Las amigas o Pureza y libertad (Parte I)


Este relato se lo quiero dedicar a María P. Quero, quien fue
la primera persona en leerlo, aquel mediodía en el tren.

-¡Felicidades! Le dijo la amiga.
Ambas se abrazaron, sin saber que sus sentimientos eran los mismos.
-Pasa, hay tarta en el cuarto, es de queso y fresas.
Realmente no se dijeron nada importante durante la tarde, tan solo se miraron y, a veces, los ojos verdes de una, se reflejaban en los marrones de la otra, emulando todo un universo natural en un cosmos microscópico, de tal manera que ambos colores se fundían en uno, como las estrellas se hunden en el petrolífero universo.
La una se levantó, la otra también; sus ojos estaban sujetos por unos hilos pesados, muy dolorosos, no había forma de escapar.
Aún penetrándose las miradas, se besaron tímidamente: un solo beso significaba la muerte así que, por qué parar.
Las bocas se fundieron, al igual que los ojos, que permanecían dolorosamente abiertos, como si hubieran perdido toda su humedad, a pesar de estar lloviendo fuera.
El tiempo pasó de manera natural, lento para unos, rápido para otras, y la separación fue inevitable, al igual que la tormenta.
La chica de ojos verdes escapó, sintiendo un desgarramiento sobrehumano en el lagrimal, como si desollaran su piel fría, lentamente.
La chica de ojos marrones permaneció inmóvil, frente a la ventana, viendo huir a su amiga por la playa, serena, en calma.
La primera paró en la orilla, de cara al mar. Sus ojos lloraban sangre, pero ella no lo sabía. La otra no lloraba, temblaba desde lo alto de su torre.
El mar se embraveció y de una ola nació una criatura extraña que, cual ballena tragó a la amiga, que perdió el verde de sus ojos viendo a la otra en lo alto, desfalleciendo como una liviana hoja de otoño.


sábado, 19 de enero de 2013

Desde lo más profundo de mi ser.


Con este relato he participado en un concurso, 
por eso es más extenso que de costumbre. 
No creo en la suerte, pero a ver que pasa...




Siempre supe que el color rojo de mi pelo significaba algo: estaba destinada a sufrir.

Ya desde antes de mi alumbramiento, de mi salida divina y milagrosa de la cueva roja, mi madre me ponía Mozart, el Réquiem sobre todo.

Aquella música me exorcizaba, me elevaba a las cotas más altas del éxtasis, sin haber probado aún los polvos de ángel ni las pastillas rosas.

Escuchar esas embriagadoras notas era, como descubriría más tarde, un placer comparado a correr por un sendero infinito, correr sin motivo aparente; o gritar, gritar al cielo o al suelo, daba lo mismo; también estaba relacionado con el ansia de comer de un niño, de un niño obeso que traga sin pudor, que engulle como si fuese su último día en la tierra.

Pero cuando vas creciendo, pruebas todo tipo de placeres que te elevan hasta el éxtasis, para después desfallecer y soñar con agujeros negros, y todo en el mundo te da miedo, y todo es tan asfixiante y abrumador como la salida del útero.

Cuando nací, mis padres no me quitaban el ojo de encima, era un pelirroja vigilada en extremo, que tenía que esconderse o levantarse por las noches para devorar pecaminosas porciones de chocolate en la despensa. Algún día alguien me castigará por esto, pensé desde mi ateísmo.

Una niña cada vez más mala, que soñaba a los once años con un mundo donde las mujeres son mantis y los hombres hormigas. Poco después me hice mujer.

No fue para tanto, mis ojos estaban acostumbrados al rojo intenso, a la sangre.

Pero pronto descubrí cuál era mi sueño, si es que está permitido utilizar esta palabra.

Quería ser escritora, aunque aún no había escrito nada. Desde lo más profundo de mi ser, algo fundido a mí, inexplicable, me decía que tenía que escribir.

Se puede escribir sobre mil cosas, me dije. Si nos paramos a pensar, está todo escrito, todo se ha dicho, y de mil maneras pero, ¿y el orden de las palabras? Todo se fundamenta en eso, tan sólo has de saber ordenar las palabras de manera armoniosa. Entonces empecé a odiar mi vocación, ser escritora era un engaño, una farsa. El mérito de los libros debería recaer sobre las palabras, o mejor, sobre las letras; bendito abecedario.

Pasé un tiempo buscando algo con que ganarme la vida, vida que (más tarde descubriría) no me merecía. 

Dejé a mis padres y todo mi pasado, por otra razón de nuevo inconcebible, arraigada en mi ser, voz esplendorosa que dominaba mis sentidos.

Pero allí estaba, diciéndole adiós a mis progenitores, las únicas personas capaces de decirme no, de hacerme sentir vergüenza y de inculcarme tanto asco hacia la vida, que tuve que marcharme.

Me instalé en una ciudad al azar, no importaba su nombre, tan sólo mi futuro de escritora.



Ahora, necesitaba algo sobre lo que escribir.

A estas alturas cabe preguntar si hubo alguien más en mi vida. No, aún no.

Sí que tuve amores pasajeros a los quince años, pero fueron mis hormigas y yo su mantis.

En aquella ciudad hacía frío, salir a sus calles kilométricas me aterraba, pero esa inquietud me ayudaba a escribir.

-Tengo miedo a salir y caerme de algún puente.

No, esa frase era de lo más estúpida, ¿acaso era yo estúpida?

-Tengo miedo... me aterra el mundo y sus precipicios, la gente anónima, insomne que vaga y se arrastra en cualquier dirección sin sentido, sin rumbo original, hacia su muerte inevitable, en algún precipicio.

Mejor por hoy dejo de escribir.

Decidí salir, llevaba algunas noches soñando (pues no existe un verbo para las pesadillas), con caídas estrepitosas, inevitables e infinitas de dolor.

La calle no estaba tan mal, hasta me gustaba ver a toda esa gente con prisas nada más que aparentes, para demostrar que más allá de su condición física, tienen una vida que comparten y hacen en sus remotas casas.

Ese día decidí ir a la editorial, cargada con los manuscritos de veintisiete relatos.

La espera fue insufrible. El tiempo pasaba a la vez lento y rápido. Mis acciones eran efímeras, pero mis pensamientos eran eternos.

Entonces pensé que debería haber revisado los relatos más antiguos pero, para qué.

Los buenos escritores pasan los años subiendo de nivel, escribiendo mejor cada vez; sin embargo, pobres de ellos, nunca alcanzan la perfección, pues la vida es finita y el poder humano también.

Desgraciados los que se aventuraron a escribir, sin rumbo, sin meta, sabiendo que la perfección es utópica, inalcanzable.



-No es lo que estamos buscando.

-¿Y qué es lo que están buscando?

-Algo más alegre, menos dañino para los lectores.

Así que era dañina para mis inexistentes lectores.

Sentí tanto asco que quise vomitar. Ahora tenía dos opciones, no volver jamás a aquella editorial, o volver pasados unos años, habiendo subido mi nivel.

Ninguna de las opciones me convencía.

Me marché a mi remota y anónima casa del centro, para seguir escribiendo sin sentido, para castigarme por mi incompetencia.

En mitad de la calle, alguien chocó conmigo, juntamos nuestras burbujas vitales hasta el extremo y él, sin poder evitarlo, esparció por el suelo mojado todos mis asquerosos relatos (como en aquella película).

Por supuesto, dejó su cartera y su paraguas para ayudarme; también se ofreció a acompañarme a casa y arreglar su desastre.

-No importa, le dije, no me los han aceptado.

Aquel hombre mostró su expresión más triste y empática, y me invitó a un banal café.

El local parecía una pecera, llena de gente estandarizada, resbaladiza, parejas que van a tomar café y tartas de queso con mermelada, aquello también me dio asco.

Observé a aquel hombre, tendría unos veintisiete, un año por cada relato que inútilmente yo había escrito.

Algunos pelos de su recortada barba eran de un tono gris, otros blancos, pero él era castaño oscuro, sus ojos también.

Llamó a la camarera, una señora rubia postiza con escote profundo y tacones lejanos, que nos sirvió dos tazas. Yo odiaba el café, pero nunca se lo dije.



A partir de ahí, declaró su ferviente amor por mí, la inevitable atracción que sintió antes de chocarnos, cuando me observaba atónito desde la otra acera.

-Estoy enamorado de tu pelo rojo. ¿Es natural?

-Pues claro.

-Claro, cómo no...

Tras el típico silencio incómodo de las primeras citas, me dijo:

-¿Sabías que hasta finales del siglo XIX, en el mundo del arte una mujer pelirroja era una pecadora?

-No tenía ni idea.

-Los simbolistas empezaron a pintarlas como vírgenes, desde entonces ya no se consideraba algo blasfemo. ¿No te parece revelador?

-¿Por qué habría de parecérmelo?

-Pues porque tu pelo me ha hechizado.

Me sonrió ampliamente, como si con él estuviera a salvo de todo.

Sin apenas ser consciente del transcurso del tiempo y sus desgracias, aquel hombre vino a vivir conmigo, a aquella casa que dejó de ser anónima.

Pasábamos juntos los días y las noches; él observándome, yo haciéndome la dormida, para no tener que observarle.

-Me sé tu cara de memoria. Me susurraba algunas mañanas, cuando me despertaba y traía dos tazas de asqueroso café, que yo tenía que beber con la más estúpida de las sonrisas.

Siempre dejaba, antes de irse a trabajar (no importa dónde), una nota que decía:

-Tu belleza es sinuosa, centelleante, turbadora, metafísica..., me obnubila y me conmueve. Me hace ser mejor persona.

Y también siempre, cuando llegaba de trabajar, traía consigo objetos tan corrientes como ramos de flores artificialmente bellas, o cajas de bombones, de pecaminoso placer.



Una noche quiso llevarme a un restaurante, yo no quería salir, la calle seguía aterrándome, pero jamás se lo dije. Entonces él me suplicó que me pusiera el vestido verde, su favorito.

Sentados a la mesa de aquella pecera de etiqueta, me pidió matrimonio.

Yo no quería casarme, pero para eso tendría que haberle dicho que no me gustaba el café.

Acepté; nos prometimos para octubre, él sabía que era mi mes favorito, aunque después dejaría de gustarme.

Su felicidad extrema a veces me abrumaba, me oprimía, me asfixiaba.

Pero por las noches era diferente.

Cuando desnudos uníamos nuestros cuerpos, él siempre se quedaba mirando muy fijamente el rojo de mi pelo. Entonces, sin remedio alguno, eyaculaba de placer, siempre antes que yo, siempre él.

-Lo siento muchísimo, pero es que me excitas tanto... Me decía desde lo más profundo de su humano, masculino corazón.

Jamás tuve un orgasmo. Todos los hombres con los que había compartido mi cuerpo y mi mente, manchaban las sábanas de vergüenza, y yo los echaba de casa pero, ¿cómo despedir de mi inmerecida vida al único hombre capaz de amarme?

Lo llaman la petit mort, creo que nunca experimentaré tal placer, no hasta el día de mi muerte.

Una noche, de esas que presientes que al mundo o a ti os va a pasar algo grave, él me dijo.

-Me encantaría tener un hijo contigo.



No fui capaz de contestar, me hice la dormida como hacía siempre, aunque él estaba rozando mi pierna con la suya, para hacérmelo en ese mismo momento.

-¡No! Le dije con ojos desorbitados.

-¿Por qué?

-Porque te odio, odio excitarte y odio que me quieras.

Sólo supo acercarse a mí, para intentar besarme. Pero yo, poseída por una fuerza sobrehumana, empujé su cuerpo y él cayó al suelo.

En su rostro no existía odio, pero sí incomprensión, tristeza.

-No te conozco.

-Nunca me has conocido.

-Nunca me has dejado.

-Nunca me has preguntado.

-Nunca me has querido.

-No, nunca te he querido.

El se quedó tirado en el suelo, aún con una erección palpable.
Una voz en mi interior, que no me visitaba desde niña, me instó a coger las tijeras de coser que había colocadas, casi como una tentación satánica sobre la mesa.

Me aproximé a él. Esta vez no hizo falta la fuerza, se dejó vencer, dejó que yo desgarrase la piel de su sexo con mis tijeras. Una punta afilada de odio y miedo, penetró en sus testículos, pero no hubo sangre, tan sólo gritos, aullidos profundos de dolor y tristeza.

Yo no podía parar. La tijera atravesó con su fría longitud todo su ser, privándole de su masculinidad, matando su hombría, desbordando los límites de lo grotesco.

Sólo yo sentí placer al contemplar mi masacre, al verle agonizar sobre el suelo de nuestro dormitorio, aquel siete de octubre, a unos días de nuestra boda.

Me marché. Tenía que salir. Era de noche y la calle me aterraba más que nunca. Deseé con todas mis fuerzas que en el suelo se abriera un agujero infernal, que un precipicio me transportara a un universo paralelo, con todos los sentimientos de los que carecía.

Pero no fue así. Vagué por las calles en busca de un puente, del que nunca me atrevería a tirarme.

Para qué buscar la felicidad si el fin inevitable de la vida es la muerte, para qué esforzarse por algo tan efímero.

A la mañana siguiente me dirigí a la editorial con este manuscrito, el último que escribiría.

En la misma sala de espera sonaba el Réquiem de Mozart, y el mismo señor de la vez anterior apareció, mirándome con gesto asqueado. Y yo le pregunté:

-¿Qué le ha parecido este?