El tiempo se consumía,
como cuando las nubes se comen el azul del cielo, y la chica de ojos
marrones miraba por la ventanilla del tren.
El paisaje se le
escapaba, como una pintura futurista, solo que ese incesante
movimiento, a ella le inspiraba quietud, pues no era capaz de
levantarse de su asiento. El día era gris y pesado, muy violento de
respirar, y la chica estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por
seguir existiendo en ese momento.
Al otro lado del vagón
alguien se levantó, era una chica de ojos verdes, muy alta y bella.
Ambas se miraron un instante y, sin saberlo, en ese momento algo se
desgarró en sus miradas. Una fuerza cósmica, malvada, trazó con un
movimiento de aguja sendos orificios en sus ojos, verdes y marrones,
para así unirlos para siempre.
En el cielo, una nube
cogió de la mano a otra, para que ellas no pudieran hacerlo y tan
solo se dijeran: “hola”.