Aquella noche fría,
espeluznantemente macabra, caminaba por un mar de arena, que
terminaba violentamente en un mar de agua. Todo era de un tono más
oscuro al habitual, al real, todo era frío y siniestro,
escandalosamente inhumano, y preludiaba las más terribles
pesadillas.
Atravesé las montañas
de fina arena, reloj desmesurado y desorbitado, que aún así me
indicaba que no había tiempo, que pretendía tragarse mis pies y
hacía mis pasos aún más lentos, como en los sueños.
Ya visualizaba la orilla,
aquel horrible paso entre la vida y la muerte, entre la realidad y el
sueño que transformaba la materia en nada, que tragaba las piedras y
las perdía para siempre en la inmensidad de lo que llamamos mar.
Llovía en forma de
aguja, y cada gota era un suplicio, una tortura por los pasos mal
dados, por las decisiones tomadas; las nubes proyectaban dolorosos
surcos de luz en mi cara, ensombrecida por el miedo a no llegar
nunca, y el calvario se hacía cada vez más pesado, como si mi
cuerpo estuviese compuesto de acero, y no de sangre.
A lo lejos emergió el
monstruo, sediento de vida humana, salió de las aguas como un
destello y se tragó al pequeño fruto de mis entrañas, que yacía
inmóvil en la tediosa orilla, esperando mi abrazo, que nunca
llegaría.
El monstruo engullió sin
placer, casi como una mera rutina, que se clavaba en mi sien y me
inducía a ir hasta él. Entonces me arrojé al mar, para que el
monstruo me tragase a mí también, para unirme con mi inocente
criatura en sus negras y sucias entrañas.