martes, 16 de abril de 2013

Océanos de arena.




Aquella noche fría, espeluznantemente macabra, caminaba por un mar de arena, que terminaba violentamente en un mar de agua. Todo era de un tono más oscuro al habitual, al real, todo era frío y siniestro, escandalosamente inhumano, y preludiaba las más terribles pesadillas.
Atravesé las montañas de fina arena, reloj desmesurado y desorbitado, que aún así me indicaba que no había tiempo, que pretendía tragarse mis pies y hacía mis pasos aún más lentos, como en los sueños.
Ya visualizaba la orilla, aquel horrible paso entre la vida y la muerte, entre la realidad y el sueño que transformaba la materia en nada, que tragaba las piedras y las perdía para siempre en la inmensidad de lo que llamamos mar.
Llovía en forma de aguja, y cada gota era un suplicio, una tortura por los pasos mal dados, por las decisiones tomadas; las nubes proyectaban dolorosos surcos de luz en mi cara, ensombrecida por el miedo a no llegar nunca, y el calvario se hacía cada vez más pesado, como si mi cuerpo estuviese compuesto de acero, y no de sangre.
A lo lejos emergió el monstruo, sediento de vida humana, salió de las aguas como un destello y se tragó al pequeño fruto de mis entrañas, que yacía inmóvil en la tediosa orilla, esperando mi abrazo, que nunca llegaría.
El monstruo engullió sin placer, casi como una mera rutina, que se clavaba en mi sien y me inducía a ir hasta él. Entonces me arrojé al mar, para que el monstruo me tragase a mí también, para unirme con mi inocente criatura en sus negras y sucias entrañas.